Revista Jurídica de LexJuris
Volumen 3 enero 2001 Núm. 1
El Poder Judicial en Puerto Rico: Jus Diciere v. Jus Dare
Breve análisis de las justificaciones del Tribunal Supremo para
legislar judicialmente
“La salud de un derecho depende de la
naturaleza de su entronque con la lengua y la cultura nacionales; de su sentido de identidad; de su relación creadora con otros sistemas
jurídicos; de su fidelidad a los
valores esenciales del país y de su capacidad de contribuir a la construcción
de una sociedad más justa. Desde ese
punto de vista nuestro derecho se encuentra en pésimas condiciones de salud.”
José Trías Monge[1]
Los
sistemas judiciales alrededor de
nuestra gran aldea terrestre son los mecanismos más neurálgicos dentro de
los estados de derechos democráticos, sin quitarle la importancia a otros
sistemas gubernamentales o administrativos.
A medida que nuestra sociedad se vuelve más compleja, que la vida en
total se torna más difícil y variada y se escasean los recursos, los ciudadanos
cada vez más solicitan la intervención de los tribunales en una gran variedad
de ocasiones. Hay quienes establecen, preocupadamente, que en los últimos años
se gobierna mediante opiniones, sentencias y resoluciones judiciales.[2]
Aún con toda y esta preocupación genuina de algunos juristas, la crisis
en nuestra sociedad ha llevado a que ésta sea una de las más litigiosas del
hemisferio. En consecuencia, las reglas
de derecho emanentes de las sentencias dictadas por nuestro más alto tribunal
se convierten en parte de nuestro acervo jurídico y, por lo tanto, son
obligatorias para los tribunales de menor jererquía y, como es natural, también
para la ciudadanía en general. [3]
Así las cosas, existe dentro del
marco del poder judicial aquellas decisiones que se interpretan, en ocasiones
mal y en ocasiones como lo son, como legislaciones judiciales. Muchas de estas decisiones han llegado
fuertemente a la opinión pública creando una especie de desasosiego y confusión
en la comunidad sobre los verdaderos parámetros, poderes y limitaciones de la
Rama Judicial y la Legislativa. Sin embargo, los ciudadanos deben tener
presente que existen limitaciones propias de nuestro sistema de gobierno que
impiden en ocasiones que los tribunales intervengan y adjudiquen algunos asuntos que se les traen en
consideración. Así las cosas, veamos
algunos aspectos del estado de derecho que gobierna el sistema judicial en
Puerto Rico, para así tener contextual
y conceptualmente un marco de referencia en el análisis de la legislación
judicial.
En
Puerto Rico rige la doctrina de separación de poderes. Esto es, que los tres poderes matrices que
administran el todo del gobierno, tendrán, por los menos en la teoría,
independencia de criterios dentro de sus sistemas y la relación de pesos y
contrapesos que establece la doctrina.
De esta forma se establece la ideología filosófica de Montesquieu
consistente en que “todo hombre que tiene poder siente la inclinación de abusar
de él” y para evitar el abuso es preciso que
“por la disposición de las cosas, el poder frene al poder.” [4]
En
Puerto Rico, a raíz de la invasión norteamericana del 1898, incorporaron los
colonizadores un gobierno dividido en tres poderes. Primero con la Ley Orgánica de 1917 (Ley Jones) que establecía un
sistema de tres departamentos:
legislativo, ejecutivo y
judicial.[5]
Durante ese período el Tribunal Supremo de Puerto Rico se había
enfrentado a controversias que cuestionaban la legitimidad de ese sistema. En Pueblo v. Arrillaga, 30 D.P.R. 940
(1922) [6] se deja ver claramente la posición
del sistema judicial en ese entonces.
Veamos:
“Durante la vista de este recurso se hizo la
manifestación de que la situación de la Isla era tal que la Corte Suprema
tendría que hacerse cargo del gobierno.
No haya temor a que ese extremo llegue.
Si la Corte Suprema en el más noble deseo de impartir justicia, rebasara
el límite de sus atribuciones, no obstante la nobleza de sus deseo y la
rectitud de su intención, realizaría un acto arbitrario, despótico, y en vez de
constituir la salvaguardia, se convertiría en la amenaza de las libertades
políticas.”
Veintinueve
años más tarde, se aprueba por el Congreso de Estados Unidos la Ley Orgánica Número
600 que da paso a que en Puerto Rico se redactara una Constitución bajo la
condición jurídica hasta ahora padecida,
Estado Libre Asociado de Puerto Rico.
Así las cosas, en su Artículo I, sección 2, se establece la forma
republicana de gobierno, esto es la división de los tres poderes
pronunciados. Por su parte, la
Constitución de los Estados Unidos de América (EE.UU.) esboza tal forma de gobierno en sus
Artículos I, II, y III.[7]
Ahora
bien, al aprobarse en el 1952 nuestra Constitución, mediante el Artículo V, se
crea el Poder Judicial del país. Este artículo establece que : “El poder judicial de Puerto Rico se
ejercerá por un Tribunal Supremo, y por aquellos otros tribunales que se
establezcan por ley.” Además del
imperativo supremo de la Constitución, el poder judicial también está
respaldado por la Ley de la Judicatura de 1994, según enmendada, y por los
reglamentos aprobados por el Tribunal Supremo.
Sentadas
las bases de un poder judicial “independiente,” ¿cómo es que el mismo
llega a revisar judicialmente las leyes?
El caso alpha que a trascendido a la historia como uno de los más
comentados y estudiados lo es Marbury v. Madison, 2 L. Ed. 60 (1803). En dicho caso se estableció que un tribunal con jurisdicción
puede revisar una ley declarándola o no inconstitucional. El problema fundamental que plantea la
revisión judicial, es el de su relación con las nociones generales esenciales
de soberanía popular que constituyen el
basamento de las modernas democracias representativas. Si jueces nombrados de por vida tienen la facultad de anular
leyes aprobadas por los representantes electos por el pueblo. Nos manifiesta el profesor Serrano Geyls la interrogante sobre si
existe o no la soberanía popular.[8]
Dichas controversias siguen existentes ya a dos siglos de la decisión
del Juez Marshal en Marbury v. Madison.
Varias decisiones del Tribunal Supremo han sido atacadas, principalmente
por el poder legislativo. Éste último,
mantiene el discurso centenario de que es la legislatura quien teniendo el
favor del soberano ( el pueblo) son los que tienen el deber basado en el poder de razón del Estado
(police power) de legislar las leyes en Puerto Rico. Así las cosas, cuando el
Tribunal Supremo analiza alguna legislación o figura jurídica ampliándola,
limitándola o estableciendo alguna normativa nueva no prevista por el
legislador, surgen controversias dignas de las primeras planas del país y de
ávidos estudios por parte de la
academia. Por un lado, llamarían al Poder
Judicial usurpador de prerrogativas constitucionales establecidas por la
doctrina de separación de poderes y otros lo verían como un ejercicio saludable
de la independencia judicial.
Entremos
ahora, pues, de lleno a aquello conocido en el ambiente tecnico-jurídico como
la Legislación Judicial. La Legislación judicial se constituye cuando
el tribunal por fíat judicial, intercala en un estatuto que en el mismo
no aparece en su texto. [9]
Por otro lado, el esquivar la normativa legislativa, ya sea por las
doctrinas de equidad o por cualquier
otro motivo, subjetivo u objetivo, establecido en el ratio decidendi del
tribunal establece una forma más flagrante de legislación judicial, sea o no
beneficioso para la sociedad.
En
ocasiones las pugnas jurídicas se entablan en el mismo seno del Tribunal. Cuando uno o más de los jueces no se
encuentra de acuerdo con la opinión mayoritaria, pues entienden que la misma
constituye una legislación judicial, lo exponen claramente en su opinión
disidente dejando entrever su
molestia. Uno de los jueces que
actualmente ha criticado estas actuaciones lo es el Juez Asociado Rebollo López
de quien citamos sendas opiniones disidentes despotricando fuertemente contra
tal práctica.
En
Pueblo v. Ríos Alonso, 99 T.S.P.R. 177, opinión de 23 de noviembre
de 1999, el Tribunal Supremo por voz
del Juez Presidente Andreu García estableció que:
“...cuando
el Ministerio Público haya logrado obtener una determinación de causa probable
en la primera vista preliminar celebrada a tenor con lo dispuesto por la Regla
23 de Procedimiento Criminal, supra, el magistrado que preside la nueva
vista preliminar en alzada no tiene facultad para dejar sin efecto dicha
determinación previa de causa probable a no ser mediante una nueva
determinación de causa probable por el delito imputado en la denuncia, por un
delito mayor a aquel por el cual se determinó causa probable originalmente o
por un grado mayor de dicho delito.
Inconforme
con la opinión mayoritaria el Juez Rebollo López comienza su razonamiento indignado
por lo que el cree fue una burda legislación judicial al esbozar que “...la
decisión que hoy emite una mayoría de los integrantes de este Tribunal
realmente es difícil de creer; de hecho, la misma resulta ser inconcebible.
Mediante la errónea y peligrosa Opinión que emite, el Tribunal establece
y valida en nuestra jurisdicción la “opinión consultiva” en el campo del
derecho penal; ello en un craso acto de legislación
judicial.” (subrayado del
original y negrillas suplidas).
Por
otro lado, en Lugo Rodríguez v. Junta de Planificación, 2000 T.S.P.R. 3,
opinión de 12 de enero de 2000, por voz del Juez Asociado Corrada del Río se
estableció que en un procedimiento administrativo “...son “parte” a las cuales
es necesario notificar copia de un recurso de revisión judicial, (1) el
promovente; (2) el promovido; (3) el interventor; (4) aquél que haya sido
notificado de la determinación final de la agencia administrativa; (5) aquél
que haya sido reconocido como “parte” en la disposición final administrativa; y
(6) aquél que participa activamente durante el procedimiento administrativo y
cuyos derechos y obligaciones puedan verse adversamente afectados por la acción
o inacción de la agencia.” Y por otro lado,
“...[n]o son “parte” a quienes tenga que notificárseles copia de los
recursos de revisión, (1) el mero participante; (2) el amicus curiae;
(3) aquél que comparece a la audiencia pública, sin mayor intervención; (4)
aquél que únicamente declara en la vista, sin demostrar ulterior interés; (5)
aquél que se limita a suplir evidencia documental; (6) aquél que no demuestre
tener un interés que pueda verse adversamente afectado por el dictamen de la
agencia.
El
Juez Asociado Rebollo López vuelve a demostrar su preocupación por las
legislaciones judiciales, en esta opinión disidente nos establece lo siguiente:
“La Opinión mayoritaria emitida por el Tribunal en el presente caso
nos hace recordar el refrán pueblerino de que, en ocasiones, “el remedio
resulta peor que la enfermedad”.
[...]
Lo realmente grave e incomprensible, sin embargo, es
que dicha situación se puede evitar meramente siguiendo los términos, claros y
sencillos del estatuto que controla la situación en lugar de incurrir en un
craso acto de legislación judicial...
[...]
Ante esta situación, ¿qué hace la mayoría del
Tribunal? En un craso acto de legislación judicial, acompañado el
mismo por un increíble malabarismo jurídico, crea una norma que es confusa y
difícil de cumplir.
[...]
La norma vaga y difícil de cumplir que establece el
Tribunal atenta, incluso, contra el derecho de una persona “a tener su día en
corte” ya que la misma obligará al peticionario en un recurso de revisión
judicial a incluir como “parte” a todo el mundo en caso de duda; situación que
puede resultar tan costosa y gravosa que efectivamente impida que éste pueda
sufragar el costo del procedimiento de revisión
judicial.” (Énfasis suplido)
Hemos
visto como, en ocasiones, la conciencia judicial de algunos jueces, no tolera
estas acciones y se manifiestan abiertamente contra estas. Nos preguntamos si tales posiciones serán
así de herméticas o a contrario sensu si cada juzgador tendrá su
oportunidad en la controversia precisa para que actuando en torno a sus
preferencias y prejuicios legislen judicialmente y se olviden de las luchas del
pasado. Empero, no todas las personas
contravienen contra el jus dare del Tribunal Supremo. Ejemplificando lo dicho, vemos como en casos
como el de Figueroa Ferrer v. E.L.A., 107 D.P.R. 250 (1978), muchos
opinan que fue una actuación heroica suscrita por el Juez Presidente Trías
Monge. En torno al luterano caso citado
y su controversia aun subsistente, Colón Santana nos dice que: “...[e]l poder
judicial tiene que cumplir con su fundamental y trascendente obligación de
proteger los derechos de los ciudadanos frente al poder violador del
Estado. Máxime en la situación del
presente, cuando la Asamblea Legislativa se ha negado a implementar [sic,
implantar] la garantía constitucional a la intimidad en una pieza legislativa
por intereses que no tienen nada que ver con el sentido prístino de la idea
recogida en los conceptos en los conceptos de “interés público” o “política
pública.”[10]
Es de conocimiento general muy pocas veces en
nuestra vida se encuentran opiniones consensuales, más aún cuando son controversias públicas que
afectan a toda una sociedad. Es por
eso, que en cuanto a la controversia del caso Figueroa Ferrer v. E.L.A.,
supra, Sonia Toro esboza las palabras que le dan sentido al título de este
escrito: “Esta decisión (refiriéndose
al caso Figueroa Ferrer v. E.L.A., supra) ...es una interferencia e
intrusión del poder judicial sobre el legislativo que era indefectible...Los
jueces deberían recordar que su oficio es jus diciere no jus dare, interpretar
la ley no darla.”[11]
Como
es de palparse, no en el sentido estricto sino subjetivo, hay diferentes puntos
de vista en cuanto a la llamada legislación judicial. Toda va a depender, ineludiblemente, de los grados de tolerancia
a tales acciones. Muchos podemos estar
de acuerdo con opiniones del Tribunal Supremo, que de no haberse llegado a tal conclusión equivaldría en una
desviación de la justicia. Lo que no
puede perderse de perspectiva es que para bien o mal son legislaciones
judiciales que toman parte del poder legislativo. Lo que sí va a variar es el razonamiento de algunos en cuanto a
que esas opiniones no dan margen a una nueva normativa, sino, nos dirían
arduamente, que son interpretaciones de la ley y de la Constitución tal y como
lo reza la Ley Suprema, y que en ningún momento del razonamiento están
implantando o añadiendo una normativa nueva no prevista por el legislador.
Veamos
y analicemos a continuación algunas de las decisiones más importantes del
Tribunal Supremo de Puerto Rico que han llevado a innumerables discusiones
tanto en la academia como en la opinión pública acerca de la legitimidad del
poder del Tribunal Supremo para tomar esa vía de interpretación
decisional.
Cuando
el Juez Presidente Trías Monge tejía sus fundamentos jurídicos en el caso de Figueroa
Ferrer v. E.L.A., supra, lo llevó de la mano bajo un análisis puramente
constitucional. El Tribunal Supremo
encuentra, un conflicto de los intereses particulares del Estado respaldados
por la ley en oposición a los derechos particulares y personales de los
individuos sostenidos por la Constitución.[12]
Como sabemos, el caso de Figueroa Ferrer v. E.L.A., supra, se
basa en el análisis de el Artículo 96 del Código Civil de 1930, 31 L.P.R.A. §
321, en dónde se establecen las causales de divorcio. En dicho estatuto no se provee para que las personas que
quisieran divorciarse mediante el consenso lo hagan sin tener que exponer las
razones para tal decisión. Las
cuestiones constitucionales envueltas eran el derecho a la protección de la ley
contra ataques abusivos a su honra, a su reputación y a su vida privada o
familiar [13]
y a la inviolabilidad de la dignidad del ser humano.[14]
Uno
de los fundamentos o justificaciones que utilizaba el Tribunal Supremo era que
“...la verdadera situación en Puerto Rico es que existe de facto hace
tiempo el divorcio por consentimiento mutuo.
De lo que se trata este caso es simplemente es si, en aras del respeto
debido a la dignidad e intimidad del ser humano y a la propia integridad de la
ley y de los procesos judiciales, se debe reconocer formalmente lo que ya es realidad en nuestro país.” Figueroa
Ferrer v. E.L.A., supra, a la pág. 271.
Lo cierto es que en Puerto Rico se estaba viviendo en un engaño jurídico
que más bien lo que hacía era daño a nuestro sistema de derecho democrático. En torno a esto nos esbozaba don Félix
Ochoteco, mucho antes de existir el caso analizado:
“Repugnancia nos causa contemplar las comedias
judiciales que se presentan antes nuestros Tribunales en gran números de
acciones, en que las partes, e impulsadas por la imperativa exigencia del
estatuto, simulan una ausencia de confabulación, todo ello con el consiguiente
ultraje a la dignidad de los juzgadores y poniéndose de manifiesto un cínico
relajamiento en la administración de justicia.” [15]
Empero,
la justificación más primordial en el ámbito constitucional lo es el
razonamiento establecido por el Juez Trías Monge, a la pág. 277:
“Hasta que la Asamblea Legislativa opte, dentro del
esquema constitucional vigente, por prescribir otras normas tendentes a
garantizar que la decisión de disolución conyugal por mutuo acuerdo no es hija
de la reflexión, los tribunales no admitirán renuncias al término para
solicitar revisión y la petición de divorcio podrá retirarse en cualquier
momento antes que la sentencia se convierta en final y firme. La Asamblea Legislativa puede erigir otras salvaguardas razonables para defender
debidamente la estabilidad de la familia, siempre que no viole los derechos
legislables que protegen las secciones 1 y 8 de la Constitución.”
Este
razonamiento, esbozado por el Tribunal se basa en la función obvia e
indelegable por la Rama Judicial de interpretar la Constitución.[16]
Así pues, se pronuncian las palabras que dan paso a la legislación
judicial, abriendo las puertas para otras futuras, a tenor con el estado de
derecho establecido. Veamos el clímax
de la justificación dada por el Tribunal Supremo en uno de los casos más
controversiales de la historia jurídica de Puerto Rico.
“Competería por entero la
reglamentación de esta materia a la Rama Legislativa únicamente si
resolveríamos que este Tribunal es impotente bajo la Constitución para proteger
el derecho a la intimidad de los ciudadanos
de este país en este aspecto de las relaciones familiares;
que carece igualmente de poder para impedir la degradación a que a
menudo se fuerza a las cónyuges bajo la situación imperante; y que su papel no puede
rebasar al del simple espectador limitado a lo sumo a lamentar el desprestigio
que sufre necesariamente un sistema jurídico divorciado de la realidad a la que
se supone que sirva.
(Énfasis suplido) [17]
Obviamente,
el Tribunal Supremo toma su razonamiento en tres importantes situaciones que
aquejaban al derecho de la época: (1)
la realidad extra-jurídica que se estaba viviendo; (2) la protección
constitucional de los individuos;
(3) la facultad del poder
judicial para proteger a los ciudadanos e interpretar la Constitución.
En
esa misma, época, surge también el caso de Cruz Cruz v. Irizarry, 107
D.P.R. 655 (1978), que por coincidencia es el del mismo año que el de Figueroa
Ferrer v. E.L.A., supra. En dicho caso se analiza la Ley de Hogar
Seguro, Ley Núm. 87 de 13 de mayo de 1936, Artículos 1 y 3, 31 L.P.R.A. §§ 1851
y 1853, respectivamente. En la Ley se establecía el disfrute del hogar seguro y
el monto del valor por la cual podía consistir el albergue en relación a los
jefes de familia. La disyuntiva del
caso se encuentra en el Artículo 3 de la Ley en dónde se dan los parámetros y
requisitos para el hogar seguro de advenir la muerte del jefe de familia o el
abandono de éste a la familia. Sin
embargo establece que en un supuesto fáctico de divorcio se dispondrá según la
equidad del caso.
En
el caso de Cruz Cruz v. Irizarry se trataba de un caso de separación de
bienes dónde la esposa, alegaba el derecho a que el Tribunal interpretara su
caso a base de los principios de equidad.
Así lo hace, veamos:
“Este es uno de esos casos en que por mandato del
legislador la equidad se incorpora como parte del derecho positivo y deja
libertad al juzgador para que echando a un lado el rigor jurídico prefiera la
solución estrictamente legal, un sentido moral y humano que haga especial
justicia al caso concreto ante él. [18]
Este
caso es altamente distinguible de Figueroa Ferrer, pues es la misma ley
que le da permiso al Tribunal Supremo para que establezca una normativa nueva
referente a los hechos específicos de cada caso. A la luz de los principios de equidad, el Tribunal le extiende el
derecho a Hogar Seguro a la esposa divorciada y a los hijos que se encuentra
bajo su custodia hasta que el menor de éstos advenga a la mayoría en edad. No obstante, por voz del Juez Asociado Díaz
Cruz se advierte que:
“No debe entenderse esta decisión como imponiendo el
reconocimiento automático del hogar seguro en todo caso sobre liquidación de
bienes gananciales en que se reclame tal exención. La solución en equidad se abraza a la justicia a cada caso sin
generalizar.” [19]
Sin
embargo, en mi opinión en ningún caso, haya legislación o no, se va a conceder
el hogar seguro por obra y gracia divina.
Pues se tiene que regir por ciertos requisitos establecidos o en las
legislaciones o jurisprudencias. Ahora
bien, si cualquier caso cumple con los requisitos establecidos aun no siendo
idéntico al de Cruz éste se tiene que medir por los principios de equidad.
Entonces advendría otra normativa nueva. Aunque a tenor con lo establecido en Cruz Cruz v. Irizarry,
se creo el P. del S. 194, que provocó la
enmienda del Artículo 109 del Código Civil, adicionando un acápite (a) con lo
establecido en el caso, aun así, un caso distinto a lo establecido en el Código
Civil se tiene que remitir a la Ley de Hogar Seguro y si es de división de
bienes gananciales, ésta lo va a remitir a los principios de equidad. Nada, que cada vez que ocurra una normativa
jurisprudencial, se esperará que la Legislatura haga lo mismo que con el
Artículo 109 del Código Civil... cosa que dudo. Más aún hay quienes consideran que el Tribunal Supremo pudo haber
llegado a la misma conclusión y al mismo resultado valiéndose solamente de la
legislación sobre alimentos vigentes de la época.[20]
En
nuestro tercer análisis veremos una clase de legislación judicial que macula
hasta el ínfimo sentimiento de nuestra tradición civilista. Se trata de la incorporación de figuras
extranjeras a nuestro sistema de derecho.
Como se conoce, a principios del siglo XX, Puerto Rico se encontraba
sufriendo uno de sus mayores cambios, en todos los aspectos de su adolescencia
identidad. Cuando los Estados Unidos de
América invaden a Puerto Rico, el proceso de transculturación jurídica no se
dio por esperar y el mismo fue tan intenso que aun, siglo más tarde, sufrimos los embates del mismo. Como es de esperarse dicha transculturación
jurídica trastocó, flagrantemente, la tradición civilista que imperaba en
Puerto Rico, y que es más a fin con la forma de ser de los caribeños. [21]
De esta fuerte nos dice Vélez Torres, con cierta indignación que “`[d]e
esta suerte, han sido aceptados en nuestro país, y ha estado rigiendo al lado
de las reglas del derecho legislado, figuras jurídicas procedentes de sistemas
de de derecho foráneos, especialmente el anglosajón, tales como las
servidumbres de equidad, la servidumbre del propietario, el fideicomiso
constructivo en entre otras.”[22]
Mas adelante nos manifiesta el profesor: “[e]s decir, el poder judicial ha acometido la tarea que hace ya
tiempo la Asamblea Legislativa ha debido emprender.”
En
el año 1913 se suscitó el caso de Glinés v. Matta, 19 D.P.R. 409 (1913),
este es un pleito entre ciudadanos dueños de solares colindantes en Miramar,
por razón de que uno de ellos trató de construir en su solar en contravención
de las limitaciones que gravaba dicha finca.
Esta limitación había sido inscrita en el Registro de la Propiedad por
una sociedad cooperativa dueña original del terreno ya segregado. Adviniéndo erga
omnes la limitación impuesta el propietario acudió al Tribunal a defender
el derecho de propietario garantizado por la Constitución norteamericana en esa
época.
En
el caso el Tribunal Supremo en su mayoría norteamericanos aplicó la llamada
figura de servidumbres de equidad, que la doctrina jurisprudencial del derecho
común establece. Vélez Torres en una
de sus obras truena fuertemente contra la actuación del Tribunal Supremo de
1913.
“Vale señalar que en el caso de Glinés no se
discutió el problema relativo a la supuesta deficiencia normativa de nuestro
Código frente al nuevo fenómeno. El
señor Juez ponente (WOLF), con el absolutismo, con el empeño de sembrar en
nuestro medio la cultura jurídica norteamericana, que siempre caracterizó a
todos los jueces norteamericanos que a principios de siglos dominaron nuestro
quehacer judicial, sobre todo, en el Tribunal Supremo, se limitó a resolver, a
la figura jurídica que le era más familiar.” [23]
Dicha
figura se ratifica más tarde en Lawton v. Rodríguez Rivera, 35 D.P.R.
487 (1926). Sin embargo, se afirma en
dicha opinión que la Legislatura, al adoptar el Código Civil antiguo en materia
de servidumbres, no introdujo ninguna modificación o innovación en las mismas,
no porque no pudiera prever la nueva modalidad que representa la nueva calidad
y exigencias de la vivienda puertorriqueña, sino porque el concepto de servidumbres
(positivas y negativas) que define el Código es tan amplio que, a poco que se
analicen las restricciones no parece que sean extrañas, por su naturaleza, a
las servidumbres negativas.
He
ahí la justificación añorada, pero al descubierto su verdadero motivo por el
profesor Vélez Torres. En dicha opinión
se trata de apaciguar los roces con la Asamblea Legislativa sin embargo, a
pasar del tiempo se va interpretando la realidad existente detrás de cada
decisión que impone una figura anglosajona.
Gracias
a la inventiva del puertorriqueño en el afán de criollizar las cosas en Colón
v. San Patricio, 81 D.P.R. 242 (1959) se solidifica la figura . De un mero concepto inicial, la figura ha
ido evolucionando y el Tribunal Supremo ha ido puliendo su sustantividad propia
a la luz de nuestra realidad jurídica-nacional. Claro está, siempre conservando dicha figura la independencia que
le presta su origen de un ordenamiento foráneo, parido vía legislación
judicial.[24]
Hemos
visto tres clases de legislación judicial.
La primera establecida en Figueroa Ferrer v. E.L.A., supra, en
dónde se establecía una normativa totalmente nueva y diferente a lo establecido
en la legislación. Justificándose la
misma, por unos imperativos constitucionales que iban a la par con unas
realidades históricas que eran sumamente obvias. La segunda, la vimos en Cruz Cruz v. Irizarry, supra. En esta situación era la misma legislación
que proveía la actuación legisladora del Tribunal, tanto así que esa misma
normativa se hizo ley. Véase, Artículo
109 (a), supra. Con la
interrogante de la vigencia de la Ley de Hogar Seguro, supra, y la
aplicación de las doctrinas de equidad en nuevos y diferentes casos. Por último, las legislaciones judiciales que
implantan de una forma grotesca figuras y/o normas que no existen en nuestro
ordenamiento y las trasladan a Puerto Rico. Esto sin la consideración sobre si
son o no son viables en nuestro estilo de vida, de ser, en fin en nuestra
cultura nacional.
Depende
de las nuevas generaciones de juristas puertorriqueños seguir creando un
derecho a nuestra imagen y semejanza, ya vasta de los vaticinios apocalípticos
y de las realidades dolientes de nuestro sistema jurídico. El analizar otras culturas jurídicas a la
luz de nuestra cotidianeidad es saludable para nuestro derecho. Pero por favor, recuerden, equiparar la
utilización en la jurisdicción que sea con la forma nuestra, para que no se
incorporen normativas a la trágala que no vayan a la par con la sociedad
puertorriqueña. Que en fin es joven aún,
y estamos a tiempo de enderezar el palo.
[2] Véase, Padilla Martínez, Harry, El Poder Judicial en Puerto Rico su Estructura, Funciones y
Limitaciones, 50 Rev. Jur. U.P.R. 357, 359 (1981)
[3] Vélez Torrez,
J.R., Derecho de Obligaciones-Curso de Derecho Civil, 2da. ed., Programa
de Educación Continuada de la Fac.Der. U.I.A., (1997), pág. 241.
[4] Montesquieu, Ch., Del Espíritu de las Leyes, (traducción de M.
Blázquez y P. de la Vega), Ed, Tecnos, Madrid, 1980, págs. 151, in fine.
[5] Berga, P., La Separación de Poderes y el Sistema Judicial, 8
(1) Rev. Jur. U.P.R. 37, 44 (1938).
[6] pág. 948
[7] Padilla Martínez, Harry, ob,
cit., (1981), pág. 361
[8] Serrano Geyls, R., Derecho Constitucional de Estados Unidos y Puerto Rico, Vol. I, 1 ed. Col. Abog. P.R. (1986), pág. 47.
[9] Véase, Román v. Superintendente, 80 D.P.R. 552, 595 (1958).
[10] Colón Santana, José E., El Divorcio por Consentimiento Mutuo
Reforma Necesaria, 41 Rev. Jur. Col. Abog. 547, 588 (1980).
[11] Toro Nazario, Sonia M., El Divorcio por Consentimiento Mutuo, 83-84
Rev. Der. Ptqño. 367, 370 (1982), citando a Bacon F., Ensayos. Ed.
Aguilar, Argentina, 1965, pág. 220.
[12] Ibid.
[13] Artículo II, Sección 8, Constitución del Estado Libre Asociado de
Puerto Rico
[14] Artículo II, Sección 1, supra.
[15] Ochoteco, F., Comentarios a la Ley de Divorcio Española en
Relación con Nuestro Estatuto, 4 Rev. Jur. U.P.R. 71, 72 (1934).
[16] Véase, Santa Aponte v. Secretario del Senado, 105 D.P.R. 750
(1977).
[17] Figueroa Ferrer v. E.L.A., supra, págs.
277, 278.
[18] Cruz Cruz v. Irizarry, supra, pág.
660.
[19] Ibid, pág. 661.
[20] Véase, Vega, Edgar R., Cruz v. Irizarry: Hogar Seguro, 49 Rev. Jur. U.P.R. 86 (1980).
[21] Véase al respecto, Trías Monge, J., ob. cit. (1980).
[22] Vélez Torrres, ob. cit., (1997), pág. 241.
[23] Vélez Torres, J., Curso de Derecho Civil-Los Bienes-Los Derechos
Reales, Tomo II, pág. 402.
[24] Recientemente en Baco. v.
Almacen Rosa Delgado, 2000 T.S.P.R. 111, el Tribunal Supremo por voz del
Juez Presidente Andreu García desterró de nuestro ordenamiento la figura
jurídica anglosajona del res ipsa loquitur, que creaba una especie de
presunción de negligencia en los casos de responsabilidad civil extracontractual. De esta forma sigue los pasos del Juez Trías
Monge en su afán de crear un derecho puertorriqueño en el campo de la
responsabilidad ex delictual establecido en Valle v. American Insurance, 108 D.P.R. 692
(1979) y Gierbolini v. Employers Fire Insurance, 104 D.P.R. 853 (19176).
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