Jurisprudencia del Tribunal Supremo de P. R. del año 2005


2005 DTS 044 IN RE: REGLAMENTO DEL PROGRAMA DE EDUCACION JURIDICA CONTINUA 2005TSPR044   

 

EN EL TRIBUNAL SUPREMO DE PUERTO RICO

 

In re: Aprobación del Reglamento del Programa de Educación Jurídica Continua

 

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2005 TSPR 44

163 DPR ____

 

Número del Caso: ER-2005-4

 

Fecha: 8 de abril de 2005

 

ADVERTENCIA

Este documento constituye un documento oficial del Tribunal Supremo que está sujeto a los cambios y correcciones del proceso de compilación y publicación oficial de las decisiones del Tribunal. Su distribución electrónica se hace como un servicio público a la comunidad.

 

RESOLUCIÓN

 

San Juan, Puerto Rico, a 8 de abril de 2005.

 

 

                     En virtud del poder inherente del Tribunal de reglamentar la profesión jurídica en Puerto Rico y en virtud del cumplimiento de la facultad conferida a la Junta de Educación Jurídica Continua en la Regla 8(d)(7) del Reglamento de Educación Jurídica Continua aprobado por el Tribunal Supremo de Puerto Rico el 30 de junio de 1998, se promulga el presente Reglamento del Programa de Educación Jurídica Continua, el cual entrará en vigor 18 meses a partir de su aprobación.  El texto completo del Reglamento se hace formar parte de esta Resolución.

 

    El Tribunal agradece a los miembros de la Junta de Educación Jurídica Continua su excelente labor y cumplimiento con la encomienda que les fue delegada.  Agradece, también, la contribución y participación del Colegio de Abogados de Puerto Rico en el proceso de elaboración del Proyecto presentado por la Junta. 

 

    La presente Resolución tiene efectividad inmediata.

 

    Publíquese.

 

    Lo acordó el Tribunal y certifica la Secretaria del Tribunal Supremo.  El Juez Asociado señor Fuster Berlingeri emitió un voto disidente.

 

Aida Ileana Oquendo Graulau

Secretaria del Tribunal Supremo

 


EN EL TRIBUNAL SUPREMO DE PUERTO RICO

 

In re:

           

Aprobación del

Reglamento del Programa de

Educación Jurídica Continua

 

 

Voto Disidente del Juez Asociado señor FUSTER BERLINGERI.

 

San Juan, Puerto Rico, a 8 de abril de 2005.

  “Mandatory continuing legal education is an extreme solution when the scope of the problem hasn’t been identified”.

 

David Epstein,

Pasado Presidente

Programa Educación Jurídica Continúa del D.C.

 
 

 

 

 


           

 

 

 

Hace alrededor de veinticinco años acepté una encomienda del Colegio de Abogados y organicé junto con otros colegiados su Instituto de Educación Práctica. Dicho Instituto se creó con el fin particular de atender el creciente reclamo dentro de la profesión puertorriqueña para que se ofrecieran más programas de educación continua en el país que los que existían hasta entonces. Fui el primer director de dicha entidad y establecí su primer programa de educación continua para abogados. Durante mi incumbencia allí se celebraron numerosas actividades de educación continua a las que asistieron en conjunto miles de abogados.

            Menciono el dato anterior para hacer hincapié en que desde décadas he sido un fiel creyente en la educación continua de los miembros de la profesión jurídica; y que fui uno de los pioneros del esfuerzo por lograr que hubiesen en el país programas educativos adecuados y suficientes para que los abogados de Puerto Rico pudiesen mantenerse al día y mejorar sus conocimientos y destrezas profesionales a través de dichos programas.

            Ahora, sin embargo, me veo obligado por razones de conciencia, a expresar mis serias reservas con respecto a la implantación por el Tribunal Supremo de un programa de educación jurídica continua obligatoria. No es que no siga creyendo de modo entusiasta en la educación continua. Lo que me preocupa es que se imponga un programa obligatorio.

            Mis serias reservas surgen, en primer lugar, porque no creo que la imposición de un programa obligatorio sea necesaria. En la actualidad existen en Puerto Rico múltiples ofrecimientos de educación continua que son aprovechados por miles de abogados todos los años. El Colegio de Abogados, las cuatro escuelas de Derecho del país, varios bufetes de abogados, la Asociación de Notarios, el Fondo de Fianza Notarial, OCALARH[1], el National Business Institute (NBI), la Association of Labor Relations Practitioners, el Colegio de Contadores Públicos Autorizados, y varias otras entidades profesionales o privadas llevan a cabo regularmente numerosas actividades de educación jurídica continua, que son aprovechadas según nos consta por muchos miles de abogados todos los años. Existe en Puerto Rico ya, pues, una red de organizaciones bien afincadas que se encargan de ofrecer a la profesión jurídica una amplia y variada selección de ofrecimientos de educación continua. Todo ello sin contar las múltiples oportunidades de educación continua que existen en Estados Unidos y en países del extranjero a las que acuden cientos de abogados puertorriqueños todos los años.

            Cabe entonces preguntarse para qué o porqué es necesario que el Tribunal Supremo sobre imponga ahora, por encima de esta realidad, su propio programa de educación jurídica obligatoria. ¿Qué razones de preeminente interés público justifican que, en una época en que la profesión misma está auspiciando los múltiples programas de educación jurídica continua que han proliferado en el país, el Tribunal Supremo imponga so pena de desaforo la obligación de cursar un mínimo de créditos de educación continua?

            No es razonable suponer que el motivo para ello sea que el Tribunal estima que la referida educación continua que existe actualmente es inadecuada o insuficiente. No lo es porque ni el Tribunal ni su Junta de Educación Continua han realizado estudio a fondo alguno que permita tales conclusiones. Es decir, el Tribunal ha aprobado su referido programa de educación continua sin tener ninguna prueba de peso de que la educación continua que se ofrece actualmente en el país sea inadecuada o insuficiente.

            Sobre este particular, debe señalarse además que ante el Tribunal de ordinario no se presentan querellas contra abogados por falta de competencia o por no estar al día con los nuevos desarrollos jurídicos. Si se examinan las docenas de casos de disciplina que este Foro atiende todos los años, se encontrará que nunca se ha sancionado a algún abogado por falta de conocimiento o destrezas jurídicas.

            Es por todo lo anterior que persiste la interrogante crucial de a qué interés público preeminente responde el programa de educación continua obligatoria que el Tribunal le impone a la profesión ahora.

            Puede conjeturarse que la mayoría del Tribunal estima que el programa obligatorio es necesario porque no todos los abogados del país asisten a los programas de educación jurídica continua voluntarios que se ofrecen en la isla o fuera de ella actualmente. No cabe duda de que deben haber muchos abogados en el país que no cursan ningún programa de educación continua regularmente. Sin embargo, esta realidad, cuya dimensión desconocemos, no justifica el “remedio” de un programa de educación continua obligatoria como el que el Tribunal ahora impone. El que haya un número de abogados que no cursen los programas existentes de educación continua no justifica el decreto obligatorio de este Tribunal porque siempre habrán profesionales que no necesitan de estos programas. Nótese, en primer lugar, que el propio programa del Tribunal exime a miles de abogados del requisito en cuestión. Este no aplica a los jueces y magistrados estatales o federales, a los profesores de derecho, a los abogados inactivos, a determinados abogados en el servicio público, a los abogados con sólo dos años o menos de ejercicio profesional, y a otros.

            En segundo lugar, en la profesión existen muchos abogados que son autodidactas, es decir, que se ocupan de mantenerse al día y mejorarse continuamente por sus propios esfuerzos. Muchos de estos, por ejemplo, utilizan los medios tecnológicos que crecientemente existen para tales fines, desde el advenimiento de las computadoras. Para estos abogados, los programas educativos formales no son necesarios. Otros abogados aprovechan sus vacaciones, o recesos laborales análogos, para viajar a Estados Unidos o al extranjero y asistir a programas educativos que son de su particular interés, y por ello no patrocinan los de Puerto Rico.

            Existe, por otro lado, una razón muy distinta a las anteriores en virtud de la cual no se justifica que el Tribunal pretenda imponerle un requisito de educación continua a lo que creo es una minoría de abogados que no cursan ninguno de los programas ya existentes en el país. Es que el intento de obligar a educarse al que no quiere hacerlo, es una vana ilusión. No dudo de que debe existir alguna minoría de abogados a quienes la educación continua propia o formal no les interesa. Posiblemente se trate de abogados cuyo ejercicio profesional consiste de prácticas rutinarias sencillas, por lo que no sienten la necesidad de continuar educándose. A estos “letrados” le será de poca o ninguna utilidad la asistencia por obligación legal a unas pocas horas de educación continua. Si hay alguna idea que abrumadoramente sostienen los especialistas en educación y en psicología educativa hoy día es que el proceso de enseñanza-aprendizaje, sobre todo de personas adultas, acontece en función del interés que la persona tenga en aprender y del envolvimiento activo de ésta que resulte de ese interés. Es prácticamente imposible educar al que no quiere aprender. Es precisamente por ello que los programas de educación continua obligatoria en otras jurisdicciones y en otras profesiones han fracasado en cuanto a los que más lo necesitaban.[2] Y es también por ello que la educación continua obligatoria ha adquirido mala fama en otras jurisdicciones y otras profesiones cuando para hacer atractivos los programas ha sido necesario desarrollarlos en hoteles o cruceros exóticos en los que el aspecto de diversión predomina por mucho el mínimo educativo.

            Resulta, pues, una terrible y onerosa ironía que el costoso y complicado programa que el Tribunal intenta establecer ha de ser ineficaz precisamente para los destinatarios particulares a quienes el Tribunal más pretende afectar. No ha querido la mayoría de este Foro aceptar la triste realidad que recoge el aforismo que dice que “al
caballo se puede llevar obligado al abrevadero, pero no se le puede obligar a beber”. Para imponer su inlograble propósito la mayoría está dispuesta a establecer todo un elaborado entramado de una Junta con director ejecutivo, reglamentos, procesos de acreditación, cuotas, certificación de proveedores, disciplinamiento, mecanismos alternos, etc., cuyo único impacto real será añadirle más engorroso trabajo al propio Tribunal, y complicarle la vida a la mayoría de los abogados que sí interesan cursar estudios de educación continua, según sus propios medios, circunstancias y preferencias se lo permitan. Tales abogados se verán precisados a ajustar sus propias intenciones con respecto a la educación continua que planificaban cursar, a las exigencias del programa del Tribunal. En lugar de seguir sus propios planes tendrán que ajustarse a lo requerido judicialmente. Y así se coacciona la voluntad y se menoscaba la autonomía de la mayoría de los abogados, los interesados en mejorarse, en aras del fútil intento de obligar a educarse a las minorías a quien no le interesa hacerlo. En efecto, el programa de educación continua que la mayoría del Tribunal ha de imponer ahora tiene la naturaleza de una “camisa de fuerza” sobre lo que debía ser un proceso abierto y flexible, afincado en lo que los propios abogados promueven y auspicien auténticamente conforme a lo que les interesa. En una época cuando prevalece la idea de que la educación sólo florece en el terreno fértil de la participación activa y entusiasta del que se educa, una mayoría del Tribunal se aferra a la retrograda e ilusoria noción de la “educación” obligatoria.

II

            Para poner en perspectiva mi fundamental reserva a que se obligue a los abogados que no lo interesan a cursar un currículo mandatorio de educación jurídica continua, conviene repasar brevemente la historia de la educación continua en Estados Unidos,[3] de donde se ha copiado lo que la mayoría del Tribunal ahora decreta.

            La idea de promover la educación continua de abogados fue adoptada formalmente por la American Bar Association (ABA) en 1937. En ese año, la ABA decidió oficialmente que dicha organización debía promover un programa nacional de educación jurídica continua.

            Sin embargo, no fue hasta una década más tarde, en 1947, cuando la ABA junto con el American Law Institute (ALI) instituyeron un programa concreto de promoción de la educación jurídica continua. Se creó entonces lo que hoy se conoce como el ALI-ABA Joint Committee on Continuing Education, que se dio a la tarea de estimular el desarrollo de programas de educación continua en los distintos estados de la nación americana, interactuando activamente con las escuelas de derecho y los colegios de abogados estatales.

El móvil que impulsó este desarrollo fue la percepción  negativa de la profesión en la opinión pública americana. La creciente crítica popular hacia los abogados engendró la necesidad de crear en éstos una clara conciencia de su responsabilidad profesional, y los líderes de la profesión americana estimaron que la educación continua podía ser el instrumento para encarar el problema. La crítica pública a la profesión americana propició que proliferaran los programas de educación continua voluntarios, cónsono con la promoción de éstos que inicialmente impulsaron el ABA y el ALI.

            Sin embargo, la situación de crítica pública adversa a la abogacía se agravó en la década del 1970, sobre todo por razón del escándalo de Watergate. Como señalan dos comentaristas,

            “Criticism of the legal profession was swelling in the early 1970’s” (Aliaga, supra) y “the profession was being subjected to scorn from the public due to the Watergate scandal” (Roth, supra).

 

 

            La respuesta a esta renovada crítica popular fue el establecimiento de programas mandatorios de educación continua. En 1975, tales programas se adoptaron en Minnesota y Iowa. Para el final de esa década, siete otras jurisdicciones estatales también tenían programas de educación jurídica obligatoria. Posteriormente, en 1986 ABA urgió a todas las jurisdicciones estatales a establecer dichos programas mandatorios, y para el 1995 treinta y tres estados de la Unión americana requerían algún tipo de educación jurídica continua.

            La ola, sin embargo, ha comenzado a retroceder. En la literatura erudita reciente de la profesión americana la idea de la educación continua obligatoria es objeto de grave reprobación. Véase, Aliaga, supra; J. Joseph, Mandatory Continuing Education: An Opponent’s View, Jan. 1987 Illinois Bar Journal 256; L.A. Grigg, The Mandatory Continuing Legal Education Debate: Is It Improving Lawyer Competence or Just Busy Work?, 12 BYU J. of Pub. L. 417 (1998); A. Jacobius, The Dry Well of MCLE, Nov. 1996 Col. Law 15; D. Thomas, Why Mandatory CLE is a Mistake, 6 Utah B. J. 14(1993); V. Rubino, MCLE: The Downside, Jan. 1992 CLE J. 15 (1992); Report of the Chicago Council of Lawyers on MCLE, Jan. 1990 CLE J. 5; C. Harlan, MCLE Faulted by State Bar Groups, Wall St. J., Oct. 12, 1988; A.W. Ogden, MCLE: A Study of Its Effects, The Colo. Law 1789 (1984); J. Grover, Valuable Training or Another Boondoggle: DC Bar Takes a Long Look at Mandatory CLE, Legal Times, Sept. 14, 1992, pág. 13; J. Joseph, Compulsory Continuing Legal Education Is a Costly Mistake, CBA Rec., Oct. 1992, pag. 11. Ello porque no se ha probado que tal educación continua obligatoria sea efectiva. En efecto, en un importante informe sobre el particular se reconoce que no existe evidencia científica alguna de que la educación jurídica continua mandatoria sea efectiva. Véase, D.C. Bar, Mandatory Continuing Legal Education Task Force Report, (1995). Ello, junto al hecho de que determinadas empresas y entidades consideran la educación jurídica continua como un negocio muy lucrativo (“a way to increase funding and as a potential financial windfall”)[4] ha dado lugar a que proliferen los cuestionamientos en la literatura profesional americana sobre los programas mandatorios de educación jurídica continua.

            Es por lo anterior que constituye una verdadera paradoja que el Tribunal Supremo de Puerto Rico adopte un programa de educación jurídica continua so pena de desaforo precisamente cuando en Estados Unidos, donde se originó esta práctica tan pedagógicamente errada, la misma está en franco retroceso y crecientemente desacreditada. ¡El mimetismo de todo lo americano nos lleva a abordar el barco cuando los tripulantes originales lo están abandonando!

 

III

            Para concluir, quiero señalar que aparte de mis graves reservas con la idea misma de imponer obligatoriamente un programa de educación jurídica continua, tengo además al menos otras dos preocupaciones serias con respecto al programa concreto del Tribunal.

 

Materias a cursarse

El propósito que supuestamente persigue el Tribunal al ordenar el establecimiento de un programa mandatorio de educación jurídica continua es el de procurar que los abogados se mantengan al día en la jurisprudencia, en la legislación, y en general en los nuevos desarrollos del Derecho. Así se hace constar expresamente en la Regla 3 que expresa el propósito del programa referido.

Sin embargo, en ninguna parte de dicho Reglamento se dispone que se desarrollaran cursos específicamente dirigidos a tales fines. Lo único que se señala sobre el contenido de los cursos es que las materias deberán contribuir “al desarrollo de la competencia y destrezas profesionales para el ejercicio de la abogacía...”, lo que constituye una designación vaga en extremo de lo que puede incluirse en el currículo de la educación continua a impartirse.

            Es a la vez sorprendente y curioso que un Reglamento pródigo en disposiciones sobre numerosos aspectos del programa mandatorio que se ordena, no tenga nada concreto sobre el supuesto propósito particular de todo este esfuerzo. Esta falla del Reglamento abre las puertas a que se pueda ofrecer todo tipo de materias o cursos, sin gran énfasis en lo que supuestamente se persigue, que es mantener al día al abogado con respecto a la nueva jurisprudencia, nueva legislación y nuevos desarrollos doctrinales.

No tengo reservas a que la educación continua abarque la más amplia variedad de temas y tópicos; pero, si el esfuerzo del Tribunal persigue un propósito particular que justifica este controversial ejercicio de su poder sobre la profesión, el logro de tal propósito para la educación mandatoria debía estar propiamente regulado, y en este Reglamento no lo está.

 

Proveedores y asistencia a los cursos

 

Cuando este Foro aprobó por primera vez en 1998 su primer dictamen sobre el establecimiento de un programa de educación continua obligatoria, acordamos unánimemente que el programa previsto tendría los mecanismos necesarios para evitar dos prácticas deletéreas que admitíamos habían plagado a los programas obligatorios en otras jurisdicciones y en otras profesiones. Una de éstas es la proliferación de proveedores de cursos de educación continua que movidos por consideraciones de lucro están dispuestos a ofrecer programas académicamente inadecuados para acomodar al abogado que no tiene otro interés que cumplir con el requisito del Tribunal. El eminente educador puertorriqueño y antiguo Rector del Recinto de Río Piedras de la Universidad de Puerto Rico, Don Ismael Rodríguez Bou, llamaba “chinchales” educativos a tales “empresas”. Nuestro parecer entonces era que la educación continua prevista debía ser conducida sólo por las escuelas de Derecho y el Colegio de Abogados, para evitar este problema, aunque conocíamos de algunos pocos bufetes que realizaban buenos programas.

La otra mala práctica a evitar era la del abogado que se matriculaba en un programa, pagaba la cuota, quedaba “certificado” para fines del requisito del Tribunal, pero luego no asistía al curso en cuestión. Para evitar lo anterior, concluimos que al final de cada curso debía haber algún examen sencillo que comprobara al menos que el abogado matriculado estuvo presente en el curso y se enteró en general de cuáles fueron los asuntos discutidos.

En el programa aprobado ahora por la mayoría del Tribunal ninguna de las dos medidas restrictivas que acordamos originalmente subsiste. En cuanto al primer asunto de la calidad académica del proveedor se establece una reglamentación pero la realidad es que cualquier bufete o entidad privada o pública puede llegar a ser un proveedor. Y sobre la efectividad del curso, se dispone unas vagas evaluaciones eventuales del aprovechamiento, y no se incluye el examen referido.

Con arreglo a mi experiencia de más de dos décadas en la educación jurídica en Puerto Rico y fuera del país, tengo un enorme escepticismo en cuanto a que las dos prácticas referidas puedan obviarse realmente en el programa del Tribunal como ha sido aprobado. En la medida de que dichas prácticas acontezcan, los propósitos que el programa procura quedarán burlados.

Las dos prácticas referidas son inherentes a los programas educativos obligatorios. No existen en los programas de educación continua voluntarios, que nacen del interés auténtico de los abogados que quieren mantenerse al día y mejorarse profesionalmente, y que se rigen naturalmente por las expectativas serias que tienen tales abogados.

            Es por todo lo anterior que me veo impedido de apoyar el programa aprobado por la mayoría del Tribunal.

 

JAIME B. FUSTER BERLINGERI

JUEZ ASOCIADO

 

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[1] Oficina Central de Asesoramiento Laboral y de Administración de Recursos Humanos.

[2] En muchos de los programas referidos es conocida la práctica de muchos de matricularse en el programa para recibir el certificado del curso, pagar la cuota y luego no asistir a las conferencias o al componente académico del programa.

[3] Lo que se relata aquí está tomado principalmente de Rocio T.  Aliaga, Framing The Debate On Mandatory Continuing Legal Education..., 8 Geo. J of L.E. 1145 (1995); y J.S. Roth, Mandatory Continuing Legal Education Valid Under The U.S. Constitution?, 11 Whit. L. Rev. 639 (1989).

 

Véase, además, H. Friday, Continuing Legal Education: Historial Background, Recent Development, and the Future, 50 St. John’s L. Rev. 502 (1976).

[4] Jacobius, supra.