2014 Jurisprudencia del Tribunal Supremo de P. R. del año 2014
2014 DTS 138 WATHTOWER BIBLE V. MUNICIPIO DE DORADO Y OTROS, 2014TSPR138
EN EL TRIBUNAL SUPREMO DE PUERTO RICO
Watchtower Bible and Tract Society of New York, Inc., et al.
Recurridos
v.
Municipio de Dorado, et al.;
United States District Court for the District of Puerto Rico
Peticionarios
Opinión Disidente emitida por la Juez Asociada señora Rodríguez Rodríguez
San Juan, Puerto Rico, a 18 de noviembre de 2014.
“De repente se detuvo; una interrogación enteramente inesperada y extraordinariamente sencilla hubo de herirle la mente, dejándolo estupefacto.”[1]
Disiento enérgicamente de la opinión que hoy emite una mayoría de este Tribunal por entender que, mediante ésta, se utiliza el mecanismo de certificación interjurisdiccional para emitir una opinión consultiva que evidencia palmariamente el desatino en el que incurrió este Tribunal al expedir el recurso de certificación en primer lugar.
El Tribunal de Distrito de los Estados Unidos para el Distrito de Puerto Rico acude ante este Tribunal mediante el mecanismo de certificación y nos formula la siguiente pregunta: “¿Existen calles privadas en Puerto Rico?”. Esto es, el foro federal nos solicita que examinemos si las leyes vigentes y la Constitución de Puerto Rico permiten la existencia de calles residenciales privadas. Por entender que la pregunta adolece de una vaguedad que imposibilita circunscribirla a la controversia planteada ante el foro federal, estimo que el análisis de la Opinión Mayoritaria es superfluo e inconsecuente para el pleito que allí se dilucida. Asimismo, considero que la pregunta formulada no cumple con el requisito insoslayable que exige nuestro ordenamiento procesal civil; a saber, que la interrogante sea de tal naturaleza que determine el resultado del pleito en el foro desde el cual se certifica.
De otra parte, me resulta imposible coincidir en los méritos con el análisis que hace una mayoría de este Tribunal para revocar un precedente de gran arraigo en nuestra jurisprudencia. Acoger la lectura errada del Código Civil que esgrime la mayoría conlleva prescindir de una evaluación concienzuda de los efectos de la decisión que emite, al poner en manos de los desarrolladores el futuro de la planificación urbana en nuestro País.[2]
Examinemos concisamente los hechos del caso, según éstos surgen de la solicitud de certificación del Tribunal de Distrito de los Estados Unidos para el Distrito de Puerto Rico y los documentos que la acompañan.
I
El 18 de mayo de 2004, Watchtower Bible Tract Society of New York y la Congregación Cristiana de los Testigos de Jehová de Puerto Rico, Inc. (Watchtower o los demandantes) presentaron una demanda en el Tribunal de Distrito de los Estados Unidos para el Distrito de Puerto Rico en contra del Estado Libre Asociado de Puerto Rico, varios municipios, sus oficiales municipales y algunas urbanizaciones del País. En esencia, los demandantes solicitaron una sentencia declaratoria en relación a la constitucionalidad de la Ley de Control de Acceso, Ley Núm. 21 de 20 de mayo de 1987, según enmendada, 23 L.P.R.A. sec. 64, et seq. Alegaron que el sistema de control de acceso obstaculizaba el ejercicio de sus derechos de libertad de expresión y libertad de culto, por lo que la Ley era inconstitucional, de su faz y en su aplicación.
Luego de que el Tribunal de Distrito decretara la constitucionalidad de la Ley, la Corte de Apelaciones de los Estados Unidos para el Primer Circuito determinó que, si bien la Ley de Control de Acceso no era inconstitucional de su faz, sí lo era en su aplicación. A esos efectos, devolvió el caso al Tribunal de Distrito para que se le ordenara a los municipios y a sus oficiales a garantizar acceso a los Testigos de Jehová a las calles públicas en urbanizaciones cerradas y a idear planes de acción para que éstos pudiesen acceder aquellas urbanizaciones que no contaban con guardias de seguridad y exigían el uso de un código automatizado para lograr acceso. Consecuentemente, el Tribunal de Distrito, mediante el recurso de certificación interjurisdiccional, pidió a este Foro que examinara la constitucionalidad de las urbanizaciones con acceso controlado automatizado. En aquel momento, acertadamente denegamos la certificación por entender que la Ley de Control de Acceso expresamente contemplaba la implementación de mecanismos de control de acceso automatizados. Concluimos, además, que la respuesta a la pregunta que se nos certificaba no sería un factor determinante en el resultado del pleito. Esto, tomando en consideración el dictamen de la Corte de Apelaciones de los Estados Unidos para el Primer Circuito y sus pronunciamientos en torno a la constitucionalidad del control de acceso automatizado.
Posteriormente, el Tribunal de Distrito requirió que los municipios presentaran planes de acción para garantizar el acceso de los demandantes a las urbanizaciones que operaban con control de acceso automatizado. El Municipio de Dorado, sin embargo, alegó que una de las urbanizaciones dentro de su demarcación territorial estaba exenta de garantizar el acceso a los demandantes pues sus calles no eran propiedad del Estado, sino de la Asociación de Residentes, por lo que estaban completamente cerradas al acceso del público. La urbanización en cuestión, Brighton Country Club (BCC), es un conjunto de residencias que opera con un sistema de control de acceso automatizado.
Concebida originalmente como propiedad privada, la parcela de BCC fue segregada y desarrollada en lotes residenciales. Asimismo, se construyeron calles que conectaban los distintos lotes con las áreas de uso común entre los residentes y que garantizaban el acceso de éstos a las vías públicas. El Municipio de Dorado aprobó el proyecto de urbanización bajo la condición de que las calles de la urbanización se mantuvieran como propiedad privada y la asociación de residentes se encargara de su mantenimiento.[3] Durante la etapa de construcción, BCC solicitó un permiso para construir un portón a la entrada de la comunidad residencial conforme a las disposiciones de la Ley de Control de Acceso. El permiso fue concedido por el Municipio y, luego de la segregación de las calles y las áreas comunes, los desarrolladores transfirieron la titularidad de éstas a la Asociación de Residentes. La escritura de segregación identifica cuatro vías dentro de la urbanización, las cuales se describen como propiedad privada. Por tal razón, el Municipio de Dorado arguye que BCC está exenta de cumplir con las órdenes del foro federal que exigen garantizar acceso a los demandantes a las urbanizaciones con control automatizado. Alega que las órdenes del foro federal se limitan a urbanizaciones en donde las calles sean de carácter público y no privado.
Es en este contexto fáctico que el foro federal acude ante nos mediante el vehículo de certificación interjurisdiccional, el cual fue expedido por una mayoría de este Tribunal mediante Resolución del 17 de julio de 2013.
II
La certificación interjurisdiccional es un instrumento procesal mediante el cual un tribunal federal somete al foro de mayor jerarquía de un estado o del Estado Libre Asociado de Puerto Rico una o varias preguntas que conciernen asuntos regulados por el derecho estatal. Su propósito primordial es garantizar que los foros estatales sean los intérpretes definitivos de asuntos que conciernen el derecho estatal y para los cuales no hay un precedente claro que permita al foro federal adjudicar la controversia ante sí. De esta manera, se evita que los foros federales especulen respecto a cómo un tribunal estatal resolvería cuestiones novedosas que surgen al amparo del derecho estatal. Además, la certificación interjurisdiccional atiende consideraciones relacionadas a la economía procesal, la indeseabilidad de la bifurcación de pleitos, la prudencia judicial y la deferencia, el respeto y la cortesía en un sistema en el que coexisten dos poderes judiciales soberanos.[4]
En esencia, la certificación interjurisdiccional intenta mitigar la tensión que genera la imposibilidad de que, en pleitos presentados a nivel federal, las cortes estatales puedan decidir concluyentemente controversias al amparo del derecho estatal. Véase Jonathan Remy Nash, Examining the Power of Federal Courts to Certify Questions of State Law, 88 Cornell L. Rev. 1672 (2003). De esta manera, no se menoscaba la función prístina de las cortes estatales y del Estado Libre Asociado de Puerto Rico de interpretar y formular el derecho de su propia jurisdicción. Pan Ame. Corp. V. Data Gen. Corp, 112 D.P.R. 780, 785 (1982). Igualmente, mediante el mecanismo de certificación interjurisdiccional, los foros federales evitan adentrarse a evaluar planteamientos constitucionales inoportunamente cuando la interpretación del derecho estatal puede disponer de la controversia. Véase Brian Mattis, Certification of Questions of State Law: An Impractical Tool in the Hands of the Federal Courts, 23 U. Miami L. Rev. 717, 728 (1969).
En nuestro ordenamiento jurídico, se reconoce la certificación interjurisdiccional como un vehículo procesal adecuado para que un foro federal pueda someter ante la consideración de este Tribunal, para una contestación definitiva, preguntas que atiendan aspectos ambiguos o novedosos del derecho puertorriqueño cuya resolución podría determinar el resultado de un pleito ante su consideración. Santana v. Gobernadora, 165 D.P.R. 28, 42 (2005). Este mecanismo está expresamente regulado por la Regla 25 del Reglamento de este Tribunal, 4 L.P.R.A. Ap. XXI-A, y el Art. 3002f de la Ley de la Judicatura de 2003, Ley Núm. 21 de 22 de Agosto de 2003 (“Ley de la Judicatura de 2003”), 4 L.P.R.A. sec. 24s(f).
Al interpretar estas disposiciones, este Tribunal ha manifestado en repetidas ocasiones que, para que proceda una certificación interjurisdiccional, es imperativo que la solicitud por parte del foro federal cumpla con los siguientes requisitos: (1) las preguntas certificadas deben involucrar cuestiones de derecho puertorriqueño; (2) dichas cuestiones puedan determinar o determinen el resultado del caso; (3) no existan precedentes claros en la jurisprudencia del Tribunal Supremo de Puerto Rico, y (4) se haga una relación de todos los hechos relevantes a dichas interrogantes que demuestre claramente la naturaleza de la controversia de la cual surgen las preguntas. Pan Ame. Corp., 112 D.P.R. en la pág. 788.
Así, vemos que nuestro ordenamiento exige, no solo que la pregunta sea dispositiva o pueda tener un efecto determinante en el caso presentado ante el foro federal, sino que además esté circunscrita a una situación de hechos que impida una contestación indebidamente abarcadora y que, a su vez, tenga un efecto vinculante en nuestra jurisdicción. Este requisito responde al hecho de que las contestaciones a las preguntas que nos son certificadas “obligan en cualquier procedimiento judicial ulterior entre ambas jurisdicciones, bajo la doctrina de cosa juzgada”. Guzmán v. Calderón, 164 D.P.R. 220, 227 (2005). A esos efectos, reiteradamente hemos afirmado que las certificaciones interjurisdiccionales no pueden engendrar contestaciones en abstracto al separar las cuestiones certificadas de los hechos del caso pues esto puede inducir al Tribunal a emitir opiniones consultivas. Pan Ame. Corp., 112 D.P.R. en la pág. 785. Véase, además E.L.A. v. Aguayo, 80 D.P.R. 552 (1958).
Por tanto, es forzoso concluir que, en atención a la discreción que ostentamos como el más alto foro en nuestra jurisdicción, al momento de expedir un recurso de certificación interjurisdiccional debemos evaluar que la pregunta que se nos certifica cumpla cabalmente con los requisitos que guían el ejercicio de nuestra función judicial en este ámbito. En el ejercicio de esta discreción, este Tribunal no puede eludir el principio fundamental en el que se asienta el sentido y el propósito de la función judicial de resolver controversias concretas, reales y efectivas entre litigantes que reclamen intereses o derechos adversos ante un tribunal y para los cuales el dictamen tenga consecuencias concretas. Véase Pan Ame. Corp., 112 D.P.R. en las págs. 785-786. Véase, además J.A. Cuevas Segarra, Tratado de Derecho Procesal Civil, Tomo IV 1540 (2da ed. 2011).
III
Examinada la naturaleza del mecanismo de certificación interjurisdiccional en nuestro ordenamiento, así como los criterios reglamentarios y jurisprudenciales que deben guiar nuestra discreción, resulta evidente que su expedición en el caso que nos ocupa representa un desacierto más de una mayoría de este Tribunal al momento de atender recursos de carácter excepcional. Veamos.
A
Como discutimos, la controversia puntual planteada ante el foro federal requiere evaluar si, para efectos del ejercicio de los derechos constitucionales consagrados en la Primera Enmienda, una urbanización residencial que alega que sus calles son privadas, está exenta de permitir que los demandantes accedan las mismas. En aras de resolver esta controversia, el foro federal entiende que es preciso determinar si nuestro ordenamiento jurídico contempla la existencia de calles privadas. Específicamente, el Tribunal de Distrito sostiene que “la disposición de este asunto resolverá todos los procedimientos ulteriores que penden ante [esa] corte”. Véase Opinión, Orden y Certificación al Tribunal Supremo de Puerto Rico, en la pág. 1. Por entender que esta conclusión puede inducir a error y acarrea una inferencia en relación a cuál sería la respuesta de este Foro a la pregunta certificada, discrepamos de la apreciación que hace el foro federal de la controversia ante sí, así como de la disposición de este Tribunal de contestar la pregunta que le fue certificada.
Indudablemente, una respuesta en la negativa a la pregunta certificada efectivamente dispondría de la controversia planteada ante el foro federal. Curiosamente, y según se desprende de la discusión contenida en el acápite III de la Opinión, Orden y Certificación al Tribunal Supremo de Puerto Rico, el foro federal parece entender que existen precedentes claros y contundentes en nuestra jurisdicción que inequívocamente reafirman la naturaleza pública de las calles en Puerto Rico.[5] Igualmente reconoce que, según este Tribunal ha interpretado las disposiciones contenidas en el artículo 256 del Código Civil, las calles en Puerto Rico deben estar abiertas al uso público. Por otro lado, la Opinión Mayoritaria no escatima en afirmar que “[e]n Puerto Rico, el Art. 256 del Código Civil es el precepto que define el carácter demanial de las calles”. Opinión Mayoritaria, en la pág. 20. Es difícil concebir, entonces, por qué el foro federal estimó que era necesario que nos expresáramos respecto a la existencia de calles privadas en nuestro País cuando de su propia discusión se desprende que categóricamente hemos establecido lo contrario.[6] Más difícil resulta comprender, la acogida entusiasta por parte de este Tribunal al recurso presentado.
La contestación que la mayoría de este Tribunal ofrece al Tribunal de Distrito durante el día de hoy, en extrema síntesis, es que las leyes de Puerto Rico permiten la existencia de calles residenciales privadas. Específicamente, mediante una lectura textualista del artículo 256 del Código Civil, Cód. Civ. P.R. Art. 256, 31 L.P.R.A. sec. 1025, la mayoría concluye que, una calle costeada con fondos privados, está fuera del alcance de esa disposición, y, por tanto, no constituye un bien de uso público. La opinión, sin embargo, no entra a considerar la naturaleza de las calles como bienes de uso público ni la función de éstas en la planificación y zonificación de nuestros espacios urbanos.
Es inconcebible pensar que la respuesta que ofrece una mayoría del Tribunal, sin más, efectivamente dispone de la controversia planteada ante el foro federal o tiene un efecto sustancial en la determinación que en su día emitirá ese foro. A todas luces, el efecto trascendental de esta respuesta estriba en la adopción de un precedente sumamente peligroso en nuestra jurisdicción y una desviación manifiesta de lo que por décadas ha sido la norma en nuestro ordenamiento.[7]
En vista de lo anterior, es inevitable deducir que no estábamos ante un asunto para el cual no existieran precedentes claros en nuestra jurisdicción. Además, es preciso señalar que la formulación de la pregunta certificada y las implicaciones de tal formulación imposibilitan que sensatamente una mayoría de este Tribunal considere que la misma es, o podría ser, dispositiva de la controversia planteada ante el foro federal.
B
Por otro lado, y en relación al efecto de nuestro dictamen en los procedimientos que se ventilan ante el Tribunal de Distrito, la mayoría concede que no se está pasando juicio sobre las controversias constitucionales planteadas por las partes.[8] Ese reconocimiento implica que la mayoría reconoce que la respuesta que ofrece no es dispositiva de la controversia en cuestión, ni será determinante en la resolución de ésta. A esos efectos, la mayoría parece ser consciente del hecho de que, independientemente de la respuesta a la pregunta que se nos certifica, el foro federal, atendiendo los reclamos constitucionales de las partes, podría resolver que los derechos constitucionales consagrados en la Primera Enmienda tienen preeminencia sobre el derecho de propiedad de la Asociación de Residentes, lo que haría de nuestra intervención en esta etapa de los procedimientos un esfuerzo fútil.[9]
De otra parte, el foro federal podría determinar que la delegación del municipio de las funciones de mantenimiento y alumbrado de las calles de un complejo residencial a su asociación de residentes constituye acción de estado, por lo que BCC no puede negarse a permitir el ejercicio del derecho a la libertad de culto de los demandantes, independientemente de su naturaleza demanial o patrimonial.[10] En lo que respecta a la doctrina de acción de estado, cabe señalar que el Tribunal Supremo de los Estados Unidos ha identificado varios factores que las cortes deben considerar al momento de determinar si un particular funge como actor estatal en determinadas circunstancias. Entre éstos se encuentra indagar respecto a si el particular ha asumido una función “tradicionalmente pública”. Véase Lebron v. Nat'l R.R. Passenger Corp., 513 U.S. 374, 378 (1995) Blum v. Yaretsky, 457 U.S. 991, 1004 (1982); Rendell-Baker v. Kohn, 457 U.S. 830, 841 (1982). De esta manera, el requisito de acción estatal se habrá satisfecho cuando la actividad realizada por el particular sea una función que ha sido tradicionalmente la prerrogativa exclusiva del Estado. Rendell-Baker, 457 U.S. en la pág. 842.
Así, un somero análisis de nuestro desarrollo urbano, así como de la jurisprudencia relativa a la naturaleza de las calles en nuestro ordenamiento, llevaría a la conclusión de que la función de proveer mantenimiento a éstas, garantizar su acceso, recogido de basura, ofrecimiento de servicios básicos y de primera necesidad, ha sido tradicionalmente una prerrogativa exclusiva del gobierno estatal o de los gobiernos municipales.[11] Precisamente en atención a esa función pública, la Ley Hipotecaria requiere para la inscripción de desarrollos residenciales urbanos, la segregación y enajenación de las calles a favor del Municipio. Véase Ley Hipotecaria y del Registro de Propiedad, Art. 93, 30 L.P.R.A. sec. 2314; Margarita E. García Cárdenas, Derecho de Urbanizaciones: servidumbres en equidad, controles de acceso e instalaciones vecinales 80 (Interjuris 2010).
La profesora García Cárdenas explica, además, que en Puerto Rico, la prohibición legal de fincas enclavadas está estrechamente relacionada a la naturaleza pública de las calles. Enfáticamente señala que las calles no pueden pertenecer a una asociación de residentes pues tal titularidad supondría que las estructuras residenciales dentro de la urbanización no tendrían salida propia a una vía pública. De esta manera, y de particular relevancia a la controversia que nos ocupa, si un desarrollador decide traspasar las calles a la asociación de residentes y no al municipio, éstas no pertenecerán en común pro indiviso a los titulares, en atención a la personalidad jurídica propia de la asociación. Explica que la Ley de Condominios contempla la cotitularidad de los pasillos y los elevadores precisamente en atención a la prohibición de fincas enclavadas y para garantizar que los residentes puedan acceder la vía pública sin necesidad de entrar en la propiedad de otra persona. Finalmente, indica que, para que una Asociación de Residentes pueda reclamar un interés propietario sobre las calles de la urbanización, ésta tendría que establecer servidumbres de paso en cuanto a la totalidad de las calles hasta la salida a la vía pública, pues de lo contrario cada lote residencial sería una finca enclavada en clara violación al artículo 500 del Código Civil, 31 L.P.R.A. sec. 1731. Véase Margarita García Cárdenas, supra, págs. 132-138.
Resulta inquietante que, a pesar de esta realidad, la reglamentación actual permita el acceso a urbanizaciones a través de vías de naturaleza privada inscritas a favor de un desarrollador o de una asociación de residentes sin requerirles las servidumbres legales que le darían acceso a los lotes residenciales a la vía pública. Véase Reglamento Núm. 8068 de la Junta de Planificación de 7 de septiembre de 2011. No obstante, esa reglamentación de dudosa legalidad no estaba vigente al momento de los hechos que subyacen el recurso ante nos.
Como adelantamos, los hechos reseñados en la Opinión, Orden y Certificación al Tribunal Supremo de Puerto Rico nos remiten al acuerdo mediante el cual BCC logró inscribir las calles de la urbanización en nombre de la Asociación de Residentes. Al afirmar que nuestro ordenamiento jurídico vigente contempla la existencia de calles privadas y discutir extensamente las interpretaciones doctrinales del artículo 256 de nuestro Código Civil, para luego ampararse en una coletilla del texto de éste, la mayoría pasa por alto la complejidad del reclamo del Municipio de Dorado ante el foro federal, así como las consideraciones de política pública que subyacen la pregunta certificada.
Conviene repasar entonces la redacción precisa de los artículos del Código Civil que nos ocupan, con tal de exponer las inconsistencias que la lectura textualista que suscribe una mayoría de este Tribunal supone. El artículo 255 del Código Civil, al describir los bienes de dominio público, dispone lo siguiente:
“Son bienes de dominio público, los destinados al uso público, como los caminos, canales, ríos, torrentes, y otros análogos”.
Cód. Civ. art. 255, 31 L.P.R.A. sec.1024.
El artículo 256 del Código Civil, por su parte dispone lo siguiente:
Son bienes de uso público en Puerto Rico y en sus pueblos, los caminos estaduales y los vecinales, las plazas, calles, fuentes y aguas públicas, los paseos y las obras públicas de servicio general, costeadas por los mismos pueblos o con fondos del tesoro de Puerto Rico.
Cód. Civ. art. 256, 31 L.P.R.A. sec. 1025.
De una simple lectura de estos artículos, se desprende con claridad que la coletilla en que se ampara una mayoría de este Tribunal –a saber, “costeadas por los mismos pueblos o con fondos del tesoro de Puerto Rico”- no tiene el alcance de convertir un bien de uso público en privativo por el mero hecho de que éste no haya sido costeado con fondos públicos.[12] Más bien, los artículos en cuestión evidencian la importancia del destino o la función de los bienes al momento de calificarlos como demaniales o patrimoniales. Esto, por la función eminentemente pública que los bienes de uso público desempeñan en nuestra sociedad, y no por el origen de los fondos que son utilizados para su construcción, mantenimiento o financiamiento.[13] Los bienes contenidos en ambos artículos son, por tanto, bienes de uso público. Cabe destacar que, en el caso de estos bienes, su mera conceptualización como privados desvirtuaría su función pública. Precisamente en atención a esto, el artículo 274 del Código Civil, 31 L.P.R.A. sec. 1082, dispone, en su segundo párrafo que:
Hay otras cosas, por el contrario, que aunque por su naturaleza son susceptibles de propiedad particular, pierden esta cualidad como consecuencia de la aplicación que de ellas se hace para fines públicos incompatibles con la propiedad privada, si bien pueden adquirir su primitiva condición tan pronto cese el fin público que se las hubiera dado; tales son los terrenos de las carreteras, calles y plazas públicas”. (énfasis suplido).
Como se puede apreciar, este articulado parte de la premisa de que las calles tienen un fin público incompatible con la propiedad privada. Precisamente por esto, cuando una calle se encuentra en un terreno cuya primitiva condición es de propiedad particular, dicho terreno está afectado al uso público, en tanto sobre él existe un bien de uso público el cual, conforme al artículo antes citado, consistiría en una carretera, una calle o una plaza pública. Si fuese de otra manera, el artículo haría referencia a las calles en sí y no a los terrenos sobre las cuales éstas ubican.
Según discutimos, el Municipio alega que BCC está exenta de cumplir con las órdenes emitidas por el Tribunal de Distrito bajo el fundamento de que esa urbanización constituye un complejo residencial privado cuyas calles pertenecen a la Asociación de Residentes y no al Municipio pues fueron costeadas por el desarrollador. Para poder atender efectivamente ese reclamo, es imprescindible evaluar la validez del acuerdo suscrito entre el desarrollador y el Municipio. De esta manera, sería útil evaluar, en el contexto de los hechos particulares de este caso, si un Municipio, mediante un acuerdo con un desarrollador, podía desvirtuar el carácter público de las calles residenciales en Puerto Rico, según éste había sido establecido mediante los distintos reglamentos de planificación vigentes al momento del acuerdo, así como por nuestra jurisprudencia, la Ley Hipotecaria e incluso la propia Ley de Municipios Autónomos. En relación a esto, extrañamente, la Opinión expresamente indica que:
Es meritorio aclarar que los acuerdos a los que haya llegado el Municipio de Dorado con los promotores o desarrolladores de la urbanización BBC (sic) no son pertinentes para resolver el recurso particular que está ante nosotros. Eso está fuera del alcance de nuestra función adjudicadora pues nos circunscribiremos a determinar si nuestro ordenamiento permite que esa clase de bienes existan dentro de la modalidad privativa.
Opinión Mayoritaria, pág. 11, n.11.
Estas expresiones evidencian fehacientemente la inutilidad e intrascendencia del dictamen que hoy emite una mayoría de este Tribunal. Esto, en atención al reconocimiento de que la determinación respecto a si, al amparo del derecho puertorriqueño, los acuerdos a los que llegó el Municipio de Dorado con los Desarrolladores de BCC son válidos aparentemente le corresponderá, en última instancia, al foro federal.
Resulta inconcebible que este Tribunal, obviando los requisitos del mecanismo de certificación jurisdiccional, emita una opinión consultiva que marca un retroceso en la historia del desarrollo urbano de nuestro País y trastoca por completo las nociones más básicas de la planificación urbana como vehículo para la sana convivencia social y un estado de derecho democrático. Al así proceder, desata una impetuosa batalla entre lo público y lo privado; entre el dueño y el intruso; entre el rico y el pobre; entre el individualismo extremo y la vida en comunidad.[14]
La decisión que en su día emita ese foro tendrá que, inevitablemente, evaluar los planteamientos constitucionales de las partes. Esto hará de la respuesta tan abarcadora y defectuosa que la mayoría de este Tribunal ofrece durante el día de hoy una completamente inútil. Sin embargo, las consecuencias inexorablemente desestabilizadoras de este dictamen para el derecho puertorriqueño subsistirán, salvo que la Asamblea Legislativa decida tomar cartas en el asunto. Por entender que nuestra legitimidad como el máximo foro judicial de nuestra Nación ha sido lacerada irremisiblemente por el precedente, tanto procesal como sustantivo, que hoy una mayoría pauta, disiento.
Anabelle Rodríguez Rodríguez
Juez Asociada
[1] Fiódor M. Dostoievski, Crimen y castigo 141 (Rafael Cansinos Assens, trad.)(2006).
[2] A esos efectos, coincidiría con el análisis en los méritos esbozado por el Juez Asociado Estrella Martínez en su Opinión Disidente.
[3] Específicamente, el Municipio de Dorado endosó el proyecto el 23 de julio de 2007. En aquel momento, el artículo 9.10 del Reglamento de Lotificación y Urbanización, Reglamento Núm. 6992 de 30 de junio de 2005, disponía que las nuevas vías o vías existentes que requiriesen ser prolongadas, ampliadas o realineadas debían ser dedicadas al uso público para garantizar acceso a las vías públicas. Además, disponía que dichas áreas serían transferidas al municipio o agencia estatal a la que correspondiese su administración y mantenimiento. Por su parte, el artículo 3.05 expresamente preceptuaba que no se expedirían permisos para la lotificación de solares sin que éstos tuviesen una vía pública que sirviese de entrada y salida al solar urbanizado. El artículo 7.02 del mismo Reglamento, en lo referente a las urbanizaciones residenciales, disponía que todo nuevo solar a ser formado para estos propósitos debía tener acceso a través de una calle pública debidamente inscrita. Asimismo, y como abordaremos más adelante, la Ley Hipotecaria exige el traspaso de las calles segregadas a nombre del Municipio para su inscripción. Nos resulta problemático, por tanto, que la mayoría aluda “al andamiaje jurídico vigente” para afirmar que éste “no requiere que todas las vías residenciales se traspasen a título de los municipios con fin de destinarlas a uso público”. Opinión Mayoritaria, en la pág. 27. Más problemático resulta el hecho de que, justo después se afirma que, el hecho de no transferir esas calles a la autoridad municipal tendrá el efecto de que éstas “quedarán fuera del régimen del artículo 256 del Código Civil”. Id. No obstante, el fundamento principal de su determinación parece ser que solo aquellas obras costeadas con fondos públicos están dentro del alcance del artículo 256. Conforme a estas expresiones, no parece descabellado colegir que, el requisito de financiamiento público no es lo determinante, sino la decisión de un desarrollador y un Municipio de incumplir con las leyes y reglamentos aplicables, transfiriendo las calles a nombre de la Asociación de Residentes.
[4] Ante todo, el mecanismo de certificación interjurisdiccional supone un intento de equilibrar el poder judicial de las cortes estatales con aquel de las cortes federales. Además, este mecanismo de carácter excepcional responde a nociones de deferencia entre sistemas judiciales soberanos, las cuales son indispensables para el pleno y eficiente funcionamiento del sistema federal norteamericano. De ordinario, un foro federal podrá resolver controversias que surjan al palio del derecho estatal sin que sus dictámenes estén sujetos a la revisión judicial por parte del más alto foro del estado del que se trate. De otra parte, los dictámenes de los foros estatales que versen sobre derecho federal sí están sujetos a la revisión judicial por parte del Tribunal Supremo de los Estados Unidos. En consideración de lo anterior, es plausible colegir que el mecanismo procesal de certificación interjurisdiccional busca promover cierta simetría en el ejercicio del poder judicial por parte de los estados y el gobierno federal. Esto es, este mecanismo le provee a los foros estatales de mayor jerarquía la oportunidad de que sean ellos, y no los foros federales, quienes diluciden controversias novedosas o pauten normas de derecho al amparo del derecho estatal. Sin embargo, para que dicha oportunidad sea aprovechada adecuadamente, y tomando en consideración el carácter vinculante de su determinación para los foros estatales, es indispensable que la pregunta que certifique el foro federal esté lo suficientemente delimitada, con tal de evitar la posibilidad de que el foro federal le imponga indebidamente al foro estatal adoptar una norma inoportunamente y abstraída de una controversia real.
[5] Otro tanto reconoce la mayoría al afirmar que “la realidad es que no se trata de un asunto novedoso”. Opinión Mayoritaria, en la pág. 9.
[6] Específicamente, el Tribunal de Distrito reconoce que: “[T]he Court has indicated on a number of occasions that the Puerto Rico Civil Code mandates that all roads maintain their public nature.” Opinion, Order, and Certification to the Puerto Rico Supreme Court, en la pág. 4. Es inevitable, entonces, indagar respecto a las verdaderas motivaciones detrás de la certificación que hoy atendemos. Así, resulta interesante la posible equiparación que intima la Opinión entre las urbanizaciones con control de acceso electrónico y las comunidades privadas que proliferan en los Estados Unidos y que son parte del desarrollo urbano, cultural y social de esa nación. Véase id. pág. 5.
[7] Para un recuento jurisprudencial en torno a la naturaleza pública de las calles en Puerto Rico, véase Asoc. Control de Acceso Maracaibo v. Cardona, 144 D.P.R. 1 (1997); Caquías v. Asoc. Res. Mansiones Río Piedras, 134 D.P.R. 181 (1993); Pacheco Fraticcelli v. Cintrón Antosanti, 122 D.P.R. 229 (1988); Rupert Armstrong v. ELA, 97 D.P.R. 588, 616-618 (1969); Gobierno de la Capital v. Consejo Ejecutivo, 63 D.P.R. 434, 458 (1944); El Municipio de Vega Baja v. Smith, 27 D.P.R. 632 (1919); Saldaña v. Concejo Municipal de San Juan, 15 D.P.R. 37, 51 (1909). Cabría preguntarse si estos casos quedan revocados con la decisión que hoy emite el Tribunal.
[8] Incluso, la mayoría reconoce que cuando la American Civil Liberties Union solicitó comparecer como amicus curiae, denegaron su petición, determinando que su comparecencia “estaría dirigida a ilustrar a este Tribunal en temas relacionados a derecho constitucional (sic), los cuales quedaban fuera del alcance de la pregunta certificada”. Opinión Mayoritaria, en la pág. 5, n. 6. Asimismo, la mayoría reitera este planteamiento cuando expresa que: “Recalcamos que no es nuestra función pasar juicio sobre las controversias constitucionales planteadas”, Id., aludiendo específicamente al “balance que en su día hará el foro federal entre el derecho a la libertad de expresión y el derecho de propiedad”. Id. pág. 9.
En cuanto a este balance, es importante destacar que el Tribunal Supremo de los Estados Unidos ha expresado que:
“For over 50 years, the Court has invalidated restrictions on door-to-door canvassing and pamphleteering. It is more than historical accident that most of these cases involved First Amendment challenges brought by Jehovah's Witnesses, because door-to-door canvassing is mandated by their religion. As we noted in Murdock v. Pennsylvania, 319 U.S. 105, 108, 63 S.Ct. 870 (1943), the Jehovah's Witnesses “claim to follow the example of Paul, teaching ‘publicly, and from house to house.’ Acts 20:20 . . . In doing so they believe that they are obeying a commandment of God.” Moreover, because they lack significant financial resources, the ability of the Witnesses to proselytize is seriously diminished by regulations that burden their efforts to canvass door-to-door.”
Watchtower Bible and Tract Society of New York, Inc. v. Village of Stratton, 536 U.S. 150, 160-61 (2002).
Para un recuento jurisprudencial respecto a la invalidación por parte del Tribunal Supremo de los Estados Unidos de reglamentación estatal que impone restricciones al ejercicio de los derechos consagrados en la Primera Enmienda, véase Hynes v. Mayor and Council of Oradell, 425 U.S. 610, 96 (1976); Martin v. City of Struthers, 319 U.S. 141 (1943); Murdock v. Pennsylvania, 319 U.S. 105 (1943); Jamison v. Texas, 318 U.S. 413 (1943); Cantwell v. Connecticut, 310 U.S. 296 (1940); Schneider v. State (Town of Irvington), 308 U.S. 147 (1939); Lovell v. City of Griffin, 303 U.S. 444 (1938).
[9] En Marsh v. Alabama, 326 U.S. 501 (1946), el Tribunal Supremo de los Estados Unidos resolvió que en un pueblo operado enteramente por una compañía privada, la cual era dueña de sus calles, edificios, negocios comerciales y aceras, la primera enmienda tenía preeminencia sobre el derecho propietario de la compañía. El Tribunal Supremo razonó que el pueblo en cuestión, a pesar de ser propiedad privada, era el equivalente funcional a cualquier otro pueblo de los Estados Unidos, por lo que constituía una violación a la Primera Enmienda prohibir a un grupo de ciudadanos particulares, precisamente a un grupo de Testigos de Jehová, la distribución de material religioso dentro del complejo urbanístico. Este caso no ha sido revocado por el Tribunal Supremo federal, si bien se ha reducido significativamente el ámbito de su aplicación a centros comerciales privados. Véase José Julián Álvarez González, Derecho Constitucional de Puerto Rico y relaciones constitucionales con los Estados Unidos 1248-1249 (Temis 2010). Véase también, Laurence Tribe, Constitutional Choices 248-266 (Harvard University Press, 1985).
[10] Algunos comentaristas sostienen que muchas de las inconsistencias y contradicciones en la jurisprudencia relativa a la doctrina de acción estatal son atribuibles a la tendencia de los tribunales de aplicar distintos estándares de análisis dependiendo de la naturaleza del derecho constitucional invocado, sin articular expresamente esas diferencias. Así, en los casos que involucran reclamos al amparo de violaciones al derecho a la libertad de culto o discrimen racial, los tribunales estarán mucho más dispuestos a encontrar que se cumple con el requisito de acción estatal. Véase Sheila S. Kennedy, When is Private Public? 11 Geo. Mason UCRLJ 11, 203, 215 (2000).
[11] Así lo reconoció la Corte de Apelaciones de Estados Unidos para el Primer Circuito al reconocer que, en Puerto Rico, controlar el acceso a las calles sometidas al régimen de control de acceso es una función inherentemente pública. Véase Watchtower Bible and Tract Society of New York, Inc. v. Sagardía De Jesus, 634 F.3d 3, 10 (2011).
[12] Además, si de textualismo se trata, es necesario precisar que nociones elementales de gramática y sintaxis militan en contra de la lectura que hoy suscribe una mayoría de este Tribunal del artículo 256. Como se aprecia en el articulado antes citado, el adjetivo “costeadas”, antecedido por una coma, lo cual supone subordinación, aparece en femenino plural. Así, dicho adjetivo está destinado a cualificar el sustantivo femenino, y plural que lo antecede: “obras públicas de servicio general”. Le recordamos a una mayoría de este Tribunal que en la lengua española, cuando se pretende adjetivar un grupo de sustantivos de diverso género, lo correcto es la utilización del adjetivo en género masculino plural.
[13] Como contradictoriamente señala la Opinión Mayoritaria, algunos comentaristas españoles han indicado que el requisito de que los bienes de uso público a los que alude el artículo 344 del Código Civil español sean costeados por los pueblos o provincias es uno “injustificado”. Véase Opinión Mayoritaria, en la pág. 25. Nótese que el artículo 344 del Código Civil español, el cual hace alusión a que los bienes deben ser costeados por los pueblos o provincias intenta distinguir los bienes de dominio público del gobierno central español, a los que hace referencia el artículo 339 del Código Civil español, de aquéllos que son del dominio de los pueblos o provincias, los cuales están regulados por el artículo 344. Es por esto que el artículo 344 del Código Civil español alude a los caminos provinciales, mientras que nuestro artículo 256 alude a los estaduales. Precisamente en atención a esta distinción, surge la necesidad de establecer que aquellos bienes de uso público contemplados en el artículo 344, análogo a nuestro artículo 256, son patrimonio del Estado, aun si son costeados por los pueblos o provincias. Por tanto, es difícil sostener que la frase “costeadas por los mismos pueblos o con fondos del tesoro de Puerto Rico” excluye la posibilidad de que un bien de uso público pueda ser costeado por un particular. Una contextualización histórica del artículo en cuestión claramente apuntaría a que el gobierno central español quiso asegurar la demanialidad de aquellos bienes que no fuesen costeados directamente por el gobierno estatal sino con fondos de los gobiernos provinciales. En el caso de Puerto Rico, la frase resulta aún más injustificada e innecesaria, pues nuestros municipios no cuentan con la autonomía política y fiscal con la que cuentan las provincias españolas y nuestra disposición hace alusión expresa a “los mismos pueblos o con fondos del tesoro de Puerto Rico”. Corresponde a la Asamblea Legislativa, precisamente en momentos en que contempla la posibilidad de atemperar el Código Civil a nuestra realidad social, decretar la obsolescencia de esta frase y su inaplicabilidad a nuestro esquema gubernamental. Véase Sabino Álvarez-Gendín, El dominio público: Su naturaleza jurídica 45-50 (Bosch 1956). Véase, además Michel J. Godreau & Juan A. Giusti, Las concesiones de la corona y propiedad de la tierra en Puerto Rico, 62 Rev. Jur. U.P.R. 351, 562-564 (1993), para una explicación respecto a cómo no existe una diferencia entre los bienes enumerados en el artículo 255 de nuestro Código Civil y aquellos contenidos en el artículo 256 pues “el factor decisorio es el uso público”. Id. Incluso, comentaristas citados por la opinión mayoritaria reafirman que “la condición de dominio público no la atribuye al bien la circunstancia de ser propia del Estado, el Municipio u otros entes, sino su condición de uso público, o su destino al servicio público”. I-3 J.L. Lacruz Berdejo, Elementos de Derecho Civil 42 (Bosch 1990).
[14] En cuanto a la propagación de estas tendencias individualistas en nuestra sociedad, el profesor Fernando Picó señala lo siguiente:
“Siempre el afán de restringir la libertad de movimiento, de mantener bajo control y sobre todo de segregar las clases sociales y los sectores ideológicos [...] Solo quiero añadir una última observación. Hay gente que no se atreve a vivir en un sitio donde no esté encerrada, porque la libertad de movimiento de los otros le incomoda. A todos los miedos históricos, desde los caribes hasta los filibusteros, desde los cimarrones hasta los comunistas, hemos añadido el miedo a nosotros mismos. Este es el miedo más nefasto. Comenzaremos a ser libres cuando lo perdamos”.
Fernando Picó, El miedo a nosotros mismos: Ritos de reclusión y encerramientos, en Elsa Arroyo & Julia Cristina Ortiz Lugo, Leer para escribir 322 (Plaza Mayor 1994).
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