|
|||||||||||||||||||||||||||||||||||
|
La solidaridad en el proceso judicial_ Jaime B. Fuster** “Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, y te dimos de comer; o sediento, y te dimos de beber? ¿Cuándo te vimos forastero, y te acogimos; o desnudo, y te vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo o en la cárcel, y fuimos a verte? Y el Rey les dirá: En verdad les digo que Cuando lo hicieron a uno de estos hermanos míos más pequeños, a Mí me lo hicieron”. Mt 25, 37-40 “Mira, Sancho,... Cuando pudiere y debiere tener lugar la equidad, no cargues todo el rigor de la leyal delincuente; que no es mejor la fama del juez riguroso que la del compasivo.” Consejo de don Quijote de la Mancha a Sancho en ocasión de la gobernación de la Insula de Barataria. El tema que he de atender es el de la solidaridad en los procesos judiciales. Es decir, he de considerar de manera específica cómo los jueces, en nuestro desempeño como tal, podemos y debemos propiciar la solidaridad entre los seres humanos. Debo comenzar esta reflexión con dos
advertencias o cualificaciones. La primera es que la tesis que he de
sostener aquí se refiere particularmente a los sistemas judiciales
occidentales; concretamente a los sistemas fundados al amparo del “Common
Law” anglosajón y del Derecho Civil europeo de origen romano.
La tesis aludida parte de una visión del rol judicial de posible
vocación universal, pero que tiene su raíz y contenido en una
realidad histórica concreta, que es la de los dos grandes sistemas
de Derecho del mundo occidental. Otro modo de expresar esta primera
advertencia es diciendo que lo que ha de afirmarse aquí sobre el
proceder de los jueces está inevitablemente sujeto a la realidad
jurídica de cada país. La tesis puede ser más o menos válida en
distintos lugares dependiendo de cómo el ordenamiento jurídico de
cada país configura el cargo judicial. A pesar de las diferencias
importantes con respecto a dicho cargo que pueden existir en sus
leyes, en los países cuyos sistemas de derecho se originan en la
tradición del Common Law o del Derecho Civil europeo, el rol
judicial tiende a asemejarse lo suficiente, en lo que aquí nos
concierne, como para permitir las generalizaciones contenidas en la
tesis que he de presentar. Pero ello podría no ser así en otros
sistemas jurídicos. La segunda advertencia es que la tesis
referida sólo puede presentarse aquí de modo esquemático. En
cierto sentido, la tesis trata con el tema de la justicia. Es decir,
al abordar el tema de cómo se puede adelantar la solidaridad humana
a través de la función judicial, voy a exponer una visión de la
idea de la justicia en nuestro tiempo. Tal empresa, que siempre es
aventurada y osada, difícilmente puede hacerse de modo cabal en
unas pocas páginas. Por así decirlo, personas mucho más
autorizadas que yo han utilizado ríos de tinta para tratar el tema
de la justicia en todos sus aspectos, por lo que sería claramente
pretencioso formular aquí algo más que una mera noción esquemática
del asunto. Como parte de esta advertencia, debo añadir que la
tesis que he de presentarles a continuación toma mucho de lo que
otros han pensado y escrito ya. Sobre todo en cuanto a la naturaleza
del rol judicial, descansa mucho en los conocidos trabajos de
juristas como Benjamín Cardoso y Edgar Bodenheimer de Estados
Unidos; José Castan Tobeñas de España; y sobre todo de Dr. Luis
Recasens Siches de México. Hechas estas advertencias, pasemos al
tema. * * * * * * * * * * * * * * Por razón del imperio del dogma de la separación de poderes, comúnmente
se entiende que la labor ordinaria de un juez es la de aplicar a
casos particulares las normas positivas preexistentes del
ordenamiento jurídico de su país. Visto así, el juez es el guardián
y aplicador del Derecho positivo en vigor. Su rol se contrasta con
el del legislador, que es a quien le compete formular las normas
generales que considere adecuadas para atender los problemas
sociales. El legislador dicta la ley y el juez es el encargado de
aplicarla. Como parte de ésta visión, el juez como tal, al realizar su labor no
puede echar a un lado las normas del Derecho positivo, antes bien
debe prestarles fiel obediencia. Sobre todo no puede el juez
desplazar la legalidad vigente para sustituirla con su propio
criterio personal sobre cómo debe resolverse algún caso que tiene
ante su consideración. Los juicios de valor particulares del juez
no pueden reemplazar los mandatos legislativos. Por ello, se piensa
que el quehacer judicial no ha de tener un contacto directo
sustancial con una axiología o una estimativa jurídica. No le
compete al juez la consideración de criterios de valoración para
determinar si es justa la sentencia que ha de dictar en algún caso
concreto porque, según esta visión, el orden jurídico positivo,
que obliga al juez, incorpora ya los criterios valorativos que han
de hacerse valer en cada caso. Con arreglo a lo anterior, la consideración por el juez del asunto de la justicia sólo debe ocurrir más allá de su oficio cotidiano. Lo estimativo o valorativo le atañe no cuando adjudica sino cuando actúa como orientador de la legislación futura. Se piensa que nadie está en mejores condiciones que el juez para asesorar sobre la reforma del Derecho positivo. Por su cotidiana labor de aplicar las leyes en vigor, el juez es quien más experiencia tiene sobre las fallas del Derecho positivo vigente. Por eso, según esta visión, el juez puede orientar con certera capacidad respecto a los cambios que deben introducirse en la legalidad en vigor, para que mediante nuevas leyes o nuevos reglamentos ésta se haga más justa o eficaz. La labor de orientar y hasta de propulsar cambios en el ordenamiento jurídico es muy importante y constituye una función que el juez debe acometer; pero nótese que dicha labor, según esta visión, ocurre fuera del estrado. Es decir, sólo más allá del rol como adjudicador es que se concibe que pueda o deba el juez adentrarse en alguna axiología jurídica. Esta visión, que limita tan estrictamente el quehacer valorativo y
justiciero de los jueces, imperó en el siglo XIX y todavía
prevalece entre muchos jueces en Europa y en América. Sin embargo,
en el mundo actual otra visión, otro paradigma, de raíces muy
antiguas, la ha estado desplazando. La concepción que pugna por
prevalecer en nuestros días rechaza la rígida contraposición
decimonónica entre el órgano que dicta la ley y el encargado de
aplicarla. Reconoce, más bien, que el juez como tal, cuando
adjudica, lleva a cabo cotidianamente una tarea de elaboración o
producción del Derecho positivo que apareja realizar juicios
valorativos. En esta otra visión del cargo judicial, se piensa no sólo
que el juez, al adjudicar como le compete, en efecto lleva a cabo
una función de creación jurídica que comprende juicios de valor,
sino además que el juez debe acometer tal función creadora, si es
que el sistema jurídico ha de ser adecuado. Esta visión contemporánea del rol judicial tiene dos modalidades, por así
decirlo. La de más amplio apoyo, parte del hecho innegable de que
las normas generales del Derecho positivo –las legisladas- no
constituyen un todo terminado o completo que pueda operar siempre de
modo directo y automático sobre las realidades sociales. Tales
normas generales tienen que ser aplicadas a casos concretos. El
Derecho positivo de los códigos, de los estatutos y de los
reglamentos consiste siempre de abstracciones que tienen que ser
individualizadas al aplicarse a un caso real particular que el juez
tiene ante su consideración. Este paso, de la norma general de términos
y consecuencias abstractas, a la sentencia particular del caso real
y concreto, se realiza a través del proceso de la interpretación
del Derecho positivo. Se trata de una tarea particularmente
judicial, que está inexorablemente empapada de juicios de valor, en
mayor o menor grado. Como dice Recasens Siches, en esta ingente
tarea interpretadora el juez “está en tratos con las exigencias
de la justicia”. No puede obviar entrar en algún contacto directo
con alguna estimativa o axiología, esté el juez consciente de ello
o no. Con arreglo a la vertiente de mayor consenso de la visión aludida sobre el
rol judicial, la interpretación del Derecho positivo constituye una
labor de creación jurídica, pero sólo de manera limitada. No es
que el juez tenga plena autonomía para decidir todos los casos como
mejor lo estime. La creación jurídica del juez se circunscribe,
por un lado, sólo a una serie de instancias en las cuales ello es
necesario. Se trata, por ejemplo, de situaciones en que existen
lagunas en el Derecho positivo aplicable; o en las que existen
diferentes disposiciones o esquemas normativos del Derecho positivo
que podrían ser aplicables y hay que seleccionar la que debe regir;
o en que hay disposiciones conflictivas que son claramente
aplicables y es menester armonizarlas; o en que los propios términos
del Derecho positivo son deliberadamente elásticos o discrecionales
porque el legislador delegó a propósito en el juez para que fijase
la norma concreta a regir en el caso particular. En todas estas
situaciones y otras similares o análogas, según esta visión, es
legítimo que el juez formule el derecho concretamente aplicable, lo
que apareja realizar juicios valorativos. Según esta vertiente de la visión contemporánea referida, la autonomía
decisional del juez no sólo está limitada a las instancias
aludidas antes sino que, además, en tales instancias el juez debe
aplicar principios generales de derecho o de equidad. Una supuesta
segunda limitación, pues, recae sobre su autonomía decisional. No
puede el juez aplicar a esas instancias sus meros criterios
valorativos personales. Más bien, viene compelido a recurrir a las
normas más fundamentales que informan al propio Derecho positivo
vigente, para derivar de éstas las que han de aplicarse a las
instancias referidas antes. Es claro, pues, que aun en esta vertiente de la visión contemporánea del rol del juez, la teoría jurídica impone unas supuestas restricciones al manejo por el juez de sus propios juicios valorativos al momento de adjudicar. Existe, sin embargo, otra vertiente de la visión referida antes que admite, además, que en ciertas situaciones muy particulares el juez tiene aun mayor libertad de adherirse a alguna axiología o estimativa jurídica que va más allá de los confines técnicos del ordenamiento positivo. Esta otra vertiente, que tiene muchos menos adeptos que la reseñada antes, incluye también en el ámbito de la discreción judicial las dos circunstancias que más dificultades le provoca a jueces y jurisconsultos. Como todo juez de experiencia sabe, en ocasiones existen casos en los cuales las normas concretas del Derecho positivo que serían claramente aplicables a dichos casos, no deben tener vigencia en éstos porque no están a la altura de los tiempos. No es que no existan normas de Derecho positivo que rijan el caso. La primera circunstancia trata precisamente de situaciones en las cuales tanto el claro sentido literal como el indudable significado de la ley escrita aplicable al caso apuntan a un resultado que sería contrario a lo que exigen unas nuevas realidades sociales. El cambio de los tiempos han convertido a la norma de derecho positivo aplicable en una reliquia histórica que no debería hacerse valer. La segunda circunstancia que apareja gran dificultad para los juristas es
análoga a la anterior. Se trata de la situación en que también
existe una norma de derecho positivo que rige claramente para un
determinado caso, pero que el juez no debe aplicarla porque ello
resultaría en una grave injusticia. El problema en esta segunda
circunstancia no es provocado por un cambio en las realidades
sociales, sino más bien por las particularidades de algún caso
especial. Se trata de una norma de Derecho positivo que de ordinario
atiende legítimamente la generalidad de los casos a que aplica,
pero que hacerla valer en una controversia de rasgos excepcionales
ofendería el más común sentido de lo que es justo. Con respecto a las dos circunstancias aludidas en los párrafos anteriores es menester resaltar que éstas ocurren de vez en cuando en el quehacer judicial y confrontan al juez con la necesidad inescapable de hacer una decisión de un modo u otro. Es decir, las dos circunstancias referidas acontecen como cuestión de realidad y el juez se topa con ellas quiera o no. Surgen ocasionalmente como resultado inevitable de la naturaleza misma del proceso judicial. Enfrascan al juez inexorablemente en la disyuntiva de hacer valer una norma concreta de derecho positivo que en el caso ante su consideración ya no responde al bien común, o de formular en cambio un nuevo criterio normativo que esté a la altura de los tiempos y sea justiciero. El juez no puede evadir la disyuntiva. Debe adjudicar el caso que tiene ante sí. Por eso, es responsable de la alternativa que escoja. Si opta por la norma arcaica o por la de efectos injustos es porque ha decidido favorecer los intereses sociales anacrónicos o de dominación que informan dicha norma. No puede escudarse para ello en la noción de que dicha norma la ordenaba el Derecho positivo vigente, precisamente porque tenía una opción ante sí y su misión como juez en tales casos es la de superar la deficiencia de la ley. En efecto, conforme a la visión del rol de juez que han sostenido muchos
teóricos del Derecho hoy día –pero quizás no la mayoría de
ellos- en las dos circunstancias referidas el juez está libre para
descartar la norma de Derecho positivo aplicable y sustituirla con
alguna nueva norma formulada por el propio juez, que satisfaga las
exigencias de la justicia. Se le atribuye al juez la facultad de
integrar nuevas soluciones al Derecho positivo, de adaptarlo a la
vida y rejuvenecerlo. Esta labor correctora y perfeccionadora de la
ley Castan Tobeñas la llamó la aplicación reconstructiva del
Derecho, que según él es tan importante y tan legítima como la
tarea de aplicar ordinariamente el Derecho positivo. No se trata de
una labor que el juez lleva a cabo cotidianamente. Se realiza, más
bien, de un modo ocasional, cuando el juez se topa con algunos de
los intersticios o poros que tiene el entretejido del Derecho
positivo. No cabe duda de que la función de reformar el Derecho
positivo a fondo o abarcadoramente no le toca al juez sino al
legislador. Sin embargo, el hecho de que la labor reconstructiva del
Derecho positivo que sí le compete al juez ocurra sólo
ocasionalmente no significa que dicha labor no se deba acometer ni
que carezca de importancia. Por el contrario, se trata de una tarea
esencial que el juez debe realizar porque procura asegurar la
continua vitalidad y justicia del Derecho positivo vigente. Por ello,
se estima que llevarla a cabo es parte de la misión fundamental del
juez, como un deber inherente a su cargo judicial. En resumen, pues, en el pensamiento filosófico-jurídico de actualidad
pugna por prevalecer una concepción del rol del juez que le
reconoce a éste un margen de libertad más o menos amplio para la
creación jurídica, a fin de llenar las lagunas que tiene el
Derecho positivo, conjurar sus fallas, atemperar su dureza,
actualizarlo y evitar que dé lugar a consecuencias inicuas o
resultados absurdos. Esta labor reconstructiva del Derecho positivo
encuentra su justificación en la noción de que cuando el juez no
aplica la ley escrita a algún caso particular en el cual hacerlo
causaría una patente iniquidad, no viola la voluntad del legislador,
más bien la acata. Como señaló Guiseppe Maggiore, el jurista
italiano, no puede presumirse que el legislador haya tenido la
intención de que la aplicación del Derecho positivo resultase en
una injusticia ni siquiera en un solo caso, porque ello destruiría
el fundamento mismo del orden jurídico. Por eso, en el caso
referido el juez ha de interpretar rectamente la voluntad del
legislador impidiendo que la injusticia se consuma. En la actualidad, pues, vuelve a imperar la vieja idea tomista de que el Derecho, para tener valor de Derecho, tiene que ser justo. Dicho en términos más contemporáneos, el Derecho positivo es un conjunto de medios construidos por seres humanos para producir soluciones a determinados problemas de convivencia social, soluciones que se reputan justas y útiles para el bien común. Es decir, el buen legislador al buscar que se produzca un determinado efecto sobre la realidad social escoge el que se incorpora a la ley escrita precisamente porque considera que ese efecto es el más justo. Por ello, el criterio valorativo más fundamental que permea todo el entramado del Derecho positivo es el de la justicia. Al aplicar el Derecho positivo, por ende, la misión del juez es sobre todo la de hacer justicia. Por eso señaló Pizarro Crespo que “el juez debe obediencia a la ley, y la mejor manera de servirla es la de realizarla en su idea animadora, esto es, en la justicia, que constituye su más profundo contenido”. Esta idea, tan central a la emergente visión contemporánea del rol del
juez, de que éste ejerce una inevitable función de creación jurídica,
de que ningún orden jurídico puede subsistir sin tal función de
interpretación judicial, plantea un problema medular; un problema
cuya consideración nos trae –al fin- directamente al tema de la
solidaridad en el proceso judicial. El problema medular es el de cómo
ha de ejercer el juez la función de creación jurídica referida.
Es decir, cuando el juez encara, digamos, una laguna real en el
Derecho positivo, ¿cómo debe rellenar tal laguna? Cuando se encara
a una situación de contradicciones en el Derecho positivo aplicable
a un caso, ¿cómo debe resolver la contradicción? Cuando existen
dos esquemas de Derecho positivo que podrían regir en una
controversia concreta, ¿cómo escoge cuál debe aplicarse? Cuando
existe una deficiencia en la ley escrita que daría lugar a un
resultado anacrónico o injusto, ¿cómo adjudica entonces el juez? En todas estas circunstancias, y otras análogas, cuando el juez debe
determinar la norma concreta que ha de aplicarse; es decir, cuando
éste tiene que realizar un juicio de valor, el juez no está libre
para guiarse meramente por sus convicciones personales. Uno de los
elementos del concepto decimonónico del rol del juez continua
teniendo vigencia aún con respecto a la visión que pugna por
prevalecer en la actualidad. Si el Derecho, para tener valor como
Derecho ha de ser justo, también ha de tener una garantía de
objetividad. Es decir, es imperativo que la norma a aplicarse al
caso especial no sea arbitraria ni producto del capricho o del excéntrismo
personal del juez o de sus prejuicios, ni de los intereses egoístas
que el juez pueda favorecer privadamente. No puede sustituirse la
tiranía de la ley rígida y dura por la tiranía de la
incertidumbre y la parcialidad. Para darle la necesaria objetividad a la labor de creación jurídica del juez, ésta debe inspirarse en los principios ideales de justicia y en el trasfondo de convicciones sociales vigentes que enmarcan el orden jurídico en vigor. La tarea del juez está empapada de juicios de valor, de estimaciones como dice Recasens Siches, pero esas operaciones axiológicas o estimativas del juez deben ocurrir dentro del marco de las valoraciones sobre lo que es justo que prevalezcan en su sociedad. Pues bien, resulta que en nuestra época existe una concepción
universalista de lo que la justicia exige. Se trata de una axiología
humanista de raíz cristiana. Está contenida concretamente en lo
que conocemos como los derecho fundamentales de las personas, los
llamados derechos humanos. Esta visión de lo que es justo, que ha
estado evolucionando desde hace miles de años y que hoy se acepta
como esencial por jurisconsultos en todos los rincones de la Tierra,
es la que debe inspirar al juez en sus importantes funciones de
orientar la legislación futura y de mantener la integridad del
Derecho positivo mediante la interpretación creadora de éste. Es
por así decirlo el Derecho Natural de nuestra época. La visión a que me refiero está plasmada en tratados o convenciones
internacionales. Su expresión de mayor apoyo es la Declaración
Universal de Derechos Humanos formulada en 1948 y suscrita en la
actualidad por 189 naciones. Esa Declaración, que fue enjuiciada de
modo positivo por su Santidad Juan XXIII en la encíclica Pacem
In Terris, es el común denominador de las más elevadas
aspiraciones de la humanidad. Representa, por así decirlo, el ideal
común de todos los países del mundo sobre la solidaridad humana.
Pueden existir formulaciones más perfectas de los derechos humanos
que la Declaración de las Naciones Unidas, pero la Declaración
referida tiene el extraordinario valor de que a menos formalmente
tiene el respaldo de todos los países del mundo. Encarna, pues, una
convicción universal sobre los elementos constitutivos de la
solidaridad humana, un paradigma sobre lo que es justo ampliamente
compartido por todos los pueblos de la Tierra. Es la concreción de
la adhesión y la fidelidad que le debemos a la causa de los demás.
Es el mapa que especifica los pasos que conducen a la liberación
integral del ser humano y al progreso real de los pueblos. El principio cardinal de esta concepción universal de la justicia es que la dignidad del ser humano, de todo ser humano, es inviolable. Su corolario esencial es que el orden político –y por ende el orden jurídico- existe primordialmente para procurar el pleno desarrollo de las personas. Parte, además, de la esencia de esta visión, es la exigencia de que para que los derechos concretos que dimanan de la esencial dignidad humana se realicen eficazmente, los seres humanos, “deben comportarse fraternalmente los unos con los otros” (Art. 1 de la Declaración). La Declaración, pues, incorpora de modo expreso la solidaridad entre las personas como elemento esencial de la más alta aspiración de la humanidad que allí se proclama. La concepción referida tiene su raíz en una idea que aparece en el Viejo
Testamento y que adquiere máximo relieve y perfección en el
mensaje cristiano del Evangelio. El ser humano, creado a imagen y
semejanza de Dios, adviene además hijo de Dios por mediación de
Jesucristo. De ahí procede de la manera más radical su inviolable
dignidad. Es menester señalar que la Iglesia ha insistido una y
otra vez, sobre todo recientemente, en que el valor de cada ser
humano se demuestra y se perfecciona en Cristo, en su encarnación y
en su acción redentora en la Cruz. Por ello, la Iglesia proclama
hoy día enfáticamente el evangelio de los derechos humanos como
exigencia esencial de su misión. Sobre todo a los laicos, la
Iglesia proclama que la adhesión a Cristo por medio de la fe exige
promover y ayudar a construir la “cultura de la solidaridad”.
Enseña la Iglesia que es moralmente inaceptable que los laicos no
afirmen con coherencia y responsabilidad los valores del evangelio
con respecto a la vida social, lo que incluye la defensa y promoción
de normas y principios éticos fundados en la esencial dignidad
humana, en las exigencias de la justicia social, y en el destino
universal de los bienes de la creación. (Véase en particular la
Exhortación Apostólica Ecclesia in America del Papa Juan Pablo
II). Por su inviolable dignidad, todos los seres humanos son esencialmente iguales y todos tienen derecho igualmente a unas libertades, prerrogativas y condiciones de vida que son cónsonas con esa dignidad. Se deriva así, por ejemplo, el derecho a la vida, que incluye no sólo el derecho a la existencia y a la integridad física, sino también el derecho a poseer un nivel de vida digno y por tanto el derecho a todos los medios indispensables y suficientes para el logro de una subsistencia adecuada. Asimismo, se deriva de la inviolable dignidad e igualdad humana todo lo siguiente: (1) la libertad personal –con sus concomitantes esenciales de la libertad de pensamiento, de expresión, de conciencia, de culto, de reunión y asociación, y otras; (2) la inviolabilidad de la vida privada y familiar; (3) los derechos democráticos, que incluyen los de plena y libre participación en los asuntos de la colectividad; (4) los derechos de los trabajadores; (5) los derechos de los acusados; (6) el derecho a participar en los bienes de la cultura, que incluye el derecho a la educación; en fin, los varios derechos humanos fundamentales que se reconocen en la Declaración Universal referida antes y en otros convenios internacionales. Debe resaltarse que la concepción sobre los derechos humanos a la que
estoy haciendo referencia es, como se intimó antes, el producto de
una larga evolución y de muchas luchas históricas. Las ideas que
prevalecen en la actualidad sobre el alcance y el contenido concreto
de estos derechos son el resultado de una larga cadena de eventos,
muchos de ellos sangrientos, que reflejan como la noción
fundamental sobre la esencial dignidad e igualdad de las personas se
ha ido desdoblando y definiendo mejor a medida que la inteligencia y
la sensibilidad humana se desarrolla y progresa. Como se sabe,
primero se elaboraron concretamente los llamados derechos políticos
y las libertades civiles, que surgieron como producto de la lucha de
hombres y mujeres contra el Estado todopoderoso y los gobiernos despóticos.
La libertad de culto, la separación del Estado y la Iglesia, la
protección de la propiedad privada, la libertad de prensa, la
privacidad del hogar, el debido proceso de ley, y el derecho al
sufragio son algunos de los más sobresalientes derechos humanos que
se consagraron y se perfilaron en las primeras etapas de su historia.
Más recientemente, surgieron los llamados derechos económicos y
sociales, también producto de grandes luchas, inspiradas en la idea
de que el fundamental derecho a la vida no ampara meramente la
prerrogativa de vivir sino también la de vivir con dignidad; es
decir, la de vivir con la posibilidad real de lograr el pleno
desarrollo de la personalidad individual. El derecho a la educación,
el derecho al trabajo, los derechos de los trabajadores, el derecho
a la protección de la salud, los derechos de los menores de edad,
el derecho a buscar asilo, el derecho a la vivienda y a los
servicios sociales necesarios, éstos y otros similares se han
consagrado y perfilado en épocas más recientes. Se trata, pues, de un paradigma de solidaridad humana, de una idea sobre lo
que en justicia le corresponde a cada cual, que ha ido concretizándose
a través del tiempo y que ha de evolucionar aún más, según la
conciencia humana va profundizando y conociendo mejor las
implicaciones y los contenidos de la meta-visión de que todas las
personas son esencialmente iguales por la inviolable dignidad que
comparten como seres humanos, es decir, como hijos de Dios. Debo hacer hincapié, además, en que esta idea contemporánea de la
justicia, en función de la dignidad inviolable de la persona y en
función de la esencial igualdad de todos los seres humanos, implica
–como apuntaba Del Vecchio- un principio fundamental de
reciprocidad. Es decir, que la seguridad de que los derechos
fundamentales de algún sujeto se han de respetar apareja que éste
reconozca como legítimo que estos derechos se le garanticen
igualmente a todos los demás. La protección de los derechos
humanos de cualquier persona ha de realizarse, pues, teniendo en
cuenta y respetando los derechos de las otras personas, y teniendo
en cuenta y respetando también el bienestar general de la comunidad
–el bien común- porque es en la colectividad donde cada persona
puede desarrollar libre y plenamente su personalidad. Pues bien, reseñado brevemente el ideal de justicia y de solidaridad
humana encarnado en la concepción universal sobre los derechos
humanos, debo ahora retomar el tema del rol actual de los jueces
para añadir otra vertiente más de ese rol que no se había
mencionado, y que es crucial para completar este esquema sobre la
solidaridad en el proceso judicial. Antes había identificado tres funciones primordiales de los tribunales:
(1) la más tradicional, que es la de aplicar a casos particulares
las normas de Derecho positivo en vigor; (2) la de orientar la
legislación futura; y (3) la de mantener la integridad del Derecho
positivo mediante la interpretación creativa y reconstructiva de
dicho Derecho. Ahora es menester señalar que existe una cuarta
función, por así decirlo. Realmente es un aspecto de las funciones
ya mencionadas, pero es de tal importancia que amerita tratarse
aparte o por separado, como si fuera una cuarta función. Me refiero al rol específico y directo de los jueces en relación a la
aplicación, la interpretación y el desarrollo de aquellos derechos
fundamentales de las personas que están concretamente consagrados
en la constitución de su país. Los jueces, de ordinario, son
llamados a aplicar e interpretar las normas más comunes del
ordenamiento jurídico en vigor, que son las contenidas en los códigos,
en los estatutos, en los reglamentos o en las ordenanzas que son
pertinentes al caso ante su consideración. La labor adjudicativa más
cotidiana del juez, por así decirlo, gira en torno a estas fuentes
más comunes del ordenamiento jurídico; repito, los códigos, los
estatutos, los reglamentos y las ordenanzas. Pero resulta que, de manera menos corriente, ocasionalmente, los jueces o algunos de ellos –aquellos a quienes compete la jurisdicción sobre tal asunto- también atienden casos en los cuales está directamente planteada alguna controversia relativa a los derechos constitucionales de las personas. Se trata aquí de casos que han de resolverse al amparo no de un código, estatuto, reglamento u ordenanza del lugar, sino al amparo de alguna de las disposiciones de la propia constitución del país que encarna alguno de los derechos humanos consagrados en esa constitución. En ambos tipos de casos, el juez está llamado a aplicar e interpretar
alguna norma de Derecho positivo. En los primeros, los casos más
corrientes, el juez ha de lidiar con disposiciones de códigos,
estatutos, reglamentos u ordenanzas. En los segundos, los casos
menos comunes, el juez ha de lidiar con disposiciones
constitucionales relativas específicamente a los derechos humanos.
Sin embargo, el hecho de que en ambos tipos de casos el juez está
llamado a aplicar e interpretar una norma de Derecho positivo, no
significa que el rol judicial sea exactamente igual en ambas
instancias. La diferencia en la naturaleza y en la jerarquía entre
los dos tipos de normas referidas apuntan hacia modalidades
distintas en el desempeño judicial. En los casos de las normas de Derecho positivo más comunes, el juez viene en contacto con las exigencias de la justicia sólo de manera intersticial, como señalé antes, en un rol subsidiario al del legislador. No le toca al juez la función de formular el Derecho positivo si no más bien la de corregirlo y perfeccionarlo cuando existen poros en éste o cuando su aplicación rigurosa daría lugar a un resultado inicuo o anacrónico. En cambio, en los casos menos comunes, en los cuales está en cuestión algún derecho constitucional de una persona, el juez con competencia está en tratos con las exigencias de la justicia de manera primordial, no secundaria. Ello es así porque la Constitución no es un producto legislativo. Es la piedra angular del ordenamiento jurídico, y le corresponde precisamente a los tribunales con competencia protegerla, darle contenido concreto y hacerla valer. Dicho de modo preciso, en los casos más comunes, si el juez llegase a
encarar la necesidad de formular alguna norma concreta de Derecho
positivo para adjudicar justamente algún caso que tiene ante su
consideración, el juicio de valor que entonces ha de realizar debe
inspirarse y orientarse en la axiología relativa a los derechos
humanos, en cuanto ello sea pertinente. Esa axiología, como he señalado
antes, debe servir como fuente de principios o criterios que guíe
al juez; o sea como punto de referencia en la labor reconstructiva
de las leyes positivas que viene llamado a aplicar para adjudicar
justamente el caso concreto que el juez tiene ante su consideración.
En
cambio, en los casos menos comunes cuando el juez con competencia
tiene ante sí un caso que involucra de manera directa e inmediata
precisamente una cuestión sobre los derechos humanos garantizados
por la constitución, el juez encara la más importante misión
propia y tiene la responsabilidad de asegurar que esos derechos se
respeten y se ejerzan a plenitud. Esa responsabilidad incluye la
labor de interpretar las disposiciones constitucionales a la altura
de los tiempos. Como bien señaló el eminente jurista Benjamín
Cardoso, esos postulados básicos de la constitución no son normas
para la hora que pasa, sino principios rectores para una realidad
que evoluciona. Como guardianes que son de la Constitución, los
jueces a quienes les compete deben asegurar la continuada vigencia
de sus valores fundamentales frente a las nuevas realidades de su país.
Su contacto con la axiología de los derechos humanos no es ya de
carácter subsidiario sino de índole ingénita e ingente porque es
al juez a quien le toca darle concreción y actualidad a los
principios constitucionales sobre los derechos humanos, con arreglo
a las convicciones sociales y las realidades de la época. En estos
casos en los que el juez interpreta las disposiciones
constitucionales sobre derechos fundamentales de las personas es
cuando el foro judicial tiene su mayor impacto con relación a
adelantar la causa de la solidaridad humana. Para ilustrar concretamente el manejo judicial de la axiología relativa a los derechos humanos en las dos instancias referidas, conviene aludir a dos decisiones del Tribunal Supremo de Puerto Rico, foro al que pertenezco como magistrado. He de mencionar sólo lo esencial y lo pertinente de esas dos decisiones eliminando muchos tecnicismos de ellas, simplificándolas para lo que aquí nos concierne. En la primera de ellas estaba ante el Tribunal la revisión de una decisión del foro judicial de primera instancia, de esas que son las más comunes, es decir de las que surgen al amparo de algún código, estatuto o reglamento. La situación que deseo ilustrar con este caso es la de una norma de Derecho positivo vigente que sigue siendo ley a pesar de haber perdido su actualidad. Con arreglo a lo que se ha señalado antes, se trata de una situación en que el juez debe superar la norma anacrónica, y adaptar el Derecho positivo vigente a las nuevas convicciones sociales. El
caso es el de Figueroa v. Díaz.1
Aquí una menor de edad, nacida fuera de matrimonio, producto de las
relaciones intimas entre una divorciada y un hombre casado, demandó
a su padre en una acción de filiación. El derecho positivo vigente,
formulado hacia mucho tiempo atrás, cuando no existían las pruebas
científicas de paternidad que tenemos actualmente, exigía que el
hecho de la paternidad se estableciese mediante un quantum
especial de prueba bastante oneroso. La norma era que la paternidad
en estos casos de hijos adulterinos tenía que establecerse mediante
prueba “robusta y convincente”, que en términos prácticos
significaba probar que los padres habían estado viviendo en público
concubinato durante la concepción y el nacimiento del niño. Esta
norma era evidentemente muy difícil de satisfacer, ya que de
ordinario tal relación de adulterio ocurre a escondidas. La onerosa
norma de Derecho positivo reflejaba el repudio social a la relación
adulterina; y la consecuencia práctica de ella era que muy pocos
hijos adulterinos lograban que se les reconociese el derecho a ser
alimentados por su padre. Nuestro Tribunal descartó en este caso la norma aludida y determinó en vez que el hecho de la paternidad podía probarse judicialmente del mismo modo que cualquier otro hecho en disputa. Es decir, que no se podía requerir una prueba especialmente rigurosa para establecer la paternidad, sino que ésta se podía establecer por cualquier medio legítimo de prueba, como sería, por ejemplo, la declaración de la madre sobre el particular, de ser ésta creída por el juez, o la admisión por el padre del hecho de la paternidad. Reconocimos así que no podía cargársele al hijo la culpa de los padres. Señalamos que la norma anterior era arcaica y no respondía al estado actual de nuestra conciencia colectiva, en el cual se valoraba la igualdad de las personas y el derecho de un menor a tener un padre que lo mantuviese y le diera apellido, sin importar si había nacido dentro o fuera de un matrimonio. De este modo, superamos una vetusta norma de Derecho positivo en aras de hacer justicia mediante un nuevo criterio normativo, arraigado en las convicciones sociales prevalecientes. La axiología sobre los derechos humanos estaba en la raíz de este dictamen, aunque el Tribunal sólo tenía ante sí una cuestión sobre el derecho de la prueba. El
otro caso que quiero traer a colación, del mismo tema que el
anterior, es diferente a éste en que estaba expresamente planteado
en el una cuestión sobre derechos humanos. Es un caso de los menos
comunes. Se trata de Ocasio v. Díaz,2
Aquí, de nuevo, en lo esencial y lo pertinente, habían unos
menores de edad, hijos adulterinos de padres casados con otras
personas, que reclamaban su filiación. El asunto medular no era,
como en el caso anterior, la cuestión de cuál era el grado y la
calidad de la prueba necesaria para establecer la paternidad. Más
bien, la cuestión era la de qué derechos concretos tenían estos
hijos adulterinos con respecto a su padre biológico, una vez
establecido el hecho de la paternidad. El foro judicial de primera
instancia había decidido que dichos hijos tenían derecho a recibir
alimentos del padre. Los reclamantes impugnaron ese dictamen ante el
Tribunal Supremo e invocaron la disposición de nuestra Constitución
que declara que todas las personas son iguales ante la Ley y que no
existirá “discrimen alguno por motivo de raza, color, sexo,
nacimiento, origen o condición social, ni ideas políticas o
religiosas”. Nuestro
Tribunal resolvió que con arreglo a dicho principio de la
Constitución, era nulas todas las disposiciones legales que
estableciesen distinciones entre tipos de hijos, tales como hijos
legítimos, hijos naturales o hijos adulterinos. Es decir, que en
nuestro país a partir de la Constitución sólo existían “hijos”,
todos iguales y con iguales derechos, sin que importasen las
condiciones de su nacimiento. Nuestro Tribunal resolvió, por tanto,
que los reclamantes no sólo tenían derecho a recibir alimentos del
padre, sino también a llevar su apellido y en su día a heredar los
bienes del padre igual que cualquier otro hijo que éste tuviese. Así
los llamados hijos adulterinos tendrían los mismos derechos frente
a los padres que los llamados hijos legítimos, incluso derechos
hereditarios. El Tribunal Supremo de Puerto Rico resolvió este caso
dándole concreción al fundamental derecho a la igualdad de las
personas, es decir, fundamentado su dictamen precisamente en el
principio de que todos los seres humanos son iguales ante la Ley. Como pueda observarse, pues, en el primer caso como en el segundo, el Tribunal decidió a base de la axiología relativa a los derechos humanos. En el primero, esa axiología resultó ser el punto de referencia del cual dimanó el dictamen judicial. Los derechos humanos sirvieron de trasfondo a la decisión del Tribunal. En el segundo caso, el Tribunal también decidió a base de la axiología relativa a los derechos humanos, pero no como cuestión de punto de referencia o de trasfondo, sino como fundamento directo e inmediato de la decisión aludida. Los dos casos representan así dos modalidades distintas del proceder judicial en relación a los derechos humanos. Para
concluir, pues, el juez, según la visión más actualizada sobre su
rol, en las frecuentes ocasiones en que tiene que entrar en juicios
valorativos para decidir un caso que está ante su consideración, o
cuando le toca la importante función de recomendar reformas en las
leyes, ha de hacerlo con arreglo al ideal de justicia que impera como
paradigma en nuestra época. Se trata de un ideal de solidaridad que
proclama la inviolable dignidad e igualdad de todos los seres humanos,
y el pleno y libre desarrollo de las personas, como los más altos
valores jurídicos. Con arreglo a este ideal de justicia, a este ideal
de solidaridad humana, el juez ha de ser sensible particularmente a la
necesidad de conjurar los discrímenes que históricamente han sufrido
las minorías, los trabajadores, los encarcelados, los acusados, las
mujeres, los indigentes, los emigrantes y otros desfavorecidos y
desamparados. Ha de estar consciente de que el reto mayor de la
justicia es el de proteger la dignidad humana y procurar el desarrollo
pleno precisamente de aquéllos que más lo necesitan, de los
desvalidos, y de aquellos que han sufrido cualquier forma de opresión
o injusticia. Sobre todo el juez comprometido con este ideal de
solidaridad humana tiene que estar preparado y decidido a tener
enfrentamientos con los poderosos de la sociedad y sus adláteres.
Ello, porque procurar la suprema dignidad e igualdad de los seres
humanos conlleva a la vez ayudar a efectuar la equitativa distribución
de los bienes de este mundo común, lo que gira en contra de los egoísmos
y las hipocresías de los que usufructúan privilegiadamente esos
bienes. Tal
es el llamado a la solidaridad de los que honran la ingente misión de
impartir justicia. *Versión editada de la ponencia presentada por el Juez Fuster en el Congreso Internacional de Teología y Sociedad, auspiciado por el Movimiento por un Mundo Mejor sobre el tema La experiencia de la solidaridad en el nuevo milenio, celebrado en Ciudad de México del 30 de abril al 4 de mayo de 2001. **Juez
Asociado del Tribunal Supremo de Puerto Rico. 175
D.P.R. 163 (1953). 288
D.P.R. 676 (1963).
|
||||||||||||||||||||||||||||||||||
|