Jurisprudencia
del Tribunal Supremo de P. R. del año 2002
Cont.
2002 DTS 039 LOPEZ V. PORRATA DORIA 2002 TSPR039
Opinión Disidente emitida por el Juez Asociado señor FUSTER
BERLINGERI, a la cual se unen el Juez Presidente señor ANDREU GARCIA y la Jueza Asociada señora NAVEIRA DE RODON.
San Juan, Puerto Rico, a 4 de abril de
2002.
Una
vez más me siento obligado a afirmar mi convicción de que la función
interpretativa de este Tribunal como máximo foro judicial del país no debe
realizarse meramente a través del manejo lógico de conceptos normativos. A la
altura de nuestros tiempos parece trillado señalar que aunque el Derecho tiene
una estructura formal de principios y preceptos jurídicos, es algo más que toda
esa estructura: el Derecho “es un instrumento para la vida social en vista a
realizar fines humanos, dentro de las rutas varias y cambiantes de la
historia”.[1] El derecho positivo es un conjunto
de medios normativos construidos por seres humanos para producir soluciones a
determinados problemas de convivencia social, soluciones que se reputan justas
y útiles para el bien común. Por ello, al interpretar el derecho positivo, los
jueces de este Foro tenemos la responsabilidad de adaptar los preceptos legales
a las realidades prácticas de la vida social, buscando soluciones a los
problemas colectivos subyacentes en los casos ante nuestra consideración,
guiados en esa tarea por las convicciones y los valores compartidos que
predominan en la sociedad sobre lo que es justo y lo que constituye el bien
común. Incumbe al juez, como diría Castán en su muy conocida y citada
expresión, reconstruir el derecho positivo, integrarlo con soluciones nuevas a
tono con las emergentes necesidades sociales, adaptarlo a la vida y
rejuvenecerlo.[2] O como ha señalado Pizarro Crespo,
“el juez debe obediencia a la ley, y la mayor manera de servirla es la de
realizarla en su idea animadora, esto es, en la justicia que constituye su más
profundo contenido”.[3]
En
el caso de autos, la mayoría de este Tribunal procura llenar la laguna
legislativa que encaramos aquí manejando con clara lógica formal los conceptos
normativos pertinentes. No obstante, llega a un resultado que en
mi criterio no está a la altura del reto que el caso en cuestión nos presenta. No
acomoda bien varios importantes intereses sociales presentes en el caso que
ameritan protección. Veamos.
II
En
el caso de autos, la mayoría del Tribunal resuelve que en casos en que los
padres de un menor están divorciados, aunque éstos compartan la patria potestad
con respecto al menor, sólo será responsable de los actos del menor el padre
custodio, salvo que pueda demostrar que actuó como un buen padre de
familia.
Este
resultado, de responsabilizar sólo al padre con quien convive el hijo
menor de edad, me parece inadecuado, por cuatro razones
muy sencillas, pero de enorme importancia social y jurídica. La primera de
ellas tiene que ver con los deberes morales y jurídicos de los padres. La
desgraciada experiencia del divorcio tiene como consecuencia jurídica
primordial la terminación del vínculo entre los cónyuges. No extingue o
disuelve las vitales relaciones que deben existir entre estos dos y sus hijos.
Como la custodia del menor no puede ser materialmente compartida, éste convive
mayormente con uno de sus dos padres, pero ello no termina la relación del
padre no custodio con el menor ni lo libera de sus graves
responsabilidades hacia éste. Tanto por mandato expreso de nuestro
Código Civil como por consideraciones de orden moral y del mayor interés
público, los padres, custodios o no, tienen deberes fundamentales hacia los
hijos que procrearon. En particular, tienen el deber de alimentarlos; el
deber de educarlos, el deber de instruirlos y de corregirlos. Art. 153
del Código Civil, 31 L.P.R.A. sec. 601. Hemos pautado ya que estos deberes
incluyen la responsabilidad de orientar a los hijos y de inculcarles
buenos hábitos de convivencia y disciplina. Calo Morales v.
Cartagena Calo, 129 D.P.R. 102, 134 (1991). En ningún lugar de nuestro
ordenamiento jurídico se dispone que estos cruciales deberes de los que
comparten la patria potestad le corresponden sólo al padre custodio. El
divorcio no libra al padre o la madre de cumplir cabalmente con dichos deberes.
El padre no custodio no deja por ello de ser padre, ni queda relevado de
su grave deber de instruir, orientar y corregir al hijo que convive mayormente
con el padre custodio.
Es menester reiterar aquí el principio
medular que hemos enfatizado normativamente en varias ocasiones antes, de que
tanto el padre como la madre de un menor siempre están obligados
a velar por éste. Desde el momento en que la paternidad o la maternidad queden
establecidos legalmente, surge esa fundamental obligación de los padres. Esta
emana de la relación paterno-filial misma, y por tanto subsiste
independientemente de que el hijo menor viva o no en compañía de uno u otro de
los padres. Incluso hemos indicado que la fundamental obligación de velar por
los hijos menores recae sobre el padre y la madre legalmente establecidos como
tales, tengan o no la patria potestad. El hecho legal de ser padre o madre es
la más honda raíz de esa esencial obligación. Chévere v. Levis II, op.
de 3 de noviembre de 2000, 152 D.P.R. ___, 2000 TSPR 163, 2000 JTS 175; Chévere
v. Levis I, op. de 15 de marzo de 2000, 150 D.P.R. ___, 2000 TSPR 42, 2000
JTS 56. En efecto, como consecuencia inherente a la condición de ser padre o
madre, y para que nuestra sociedad pueda permanecer en armonía con las leyes
naturales, desde el momento en que nacen los hijos, los que los procrearon
están obligados a sacrificarse por ellos, a procurar su felicidad, a cuidar de
su educación, de su desarrollo moral, intelectual y físico, y a prepararlos, en
suma, para asumir las eventualidades y responsabilidades del porvenir. Así lo
hemos reconocido expresamente en nuestra jurisprudencia, por espacio de más de
medio siglo. Soto Cabral v E.L.A., 138 D.P.R. 298, 322-324 (1995); y, Llopart
v. Mesorana, 49 D.P.R. 250, 254 (1935).
Conocido
es que con lamentable frecuencia el padre no custodio se olvida de alimentar a
los hijos menores de edad y desatiende aun más el grave deber de instruirlos,
orientarlos y corregirlos. La mayoría del Tribunal hoy agrava ese serio
problema social, al no responsabilizar al padre no custodio por los actos de
los hijos que no conviven mayormente con él. En lugar de reiterar que
el padre no custodio comparte con el padre custodio el sagrado deber de
orientar y corregir a sus hijos comunes, y de propiciar que el padre no
custodio cumpla con dicho deber, la mayoría libera el padre no custodio
de su responsabilidad por los actos de su hijos, debilitando de ese modo
también el cumplimiento por el padre no custodio del deber referido. La
decisión de la mayoría suprime un poderoso incentivo jurídico para promover que
el padre no custodio cumpla con su deber.
Más
aun, la decisión de la mayoría se da al margen de lo que se conoce bien en las
ciencias de la conducta. No es necesario ser un perito psicólogo para saber que
con frecuencia los hijos de padres divorciados experimentan problemas de
convivencia y comportamiento. Una causa importante de ello es
precisamente la desatención del menor por parte del padre no custodio. La
ausencia de afecto y de interés en su formación que sufre el hijo de parte del
padre no custodio que no cumple con su deber, muchas veces provoca sentimientos
de inseguridad, ira, poca autoestima y rencor en el menor, que se expresan a
través de un comportamiento socialmente problemático. Con frecuencia,
pues, los actos del menor que aquí nos concierne se originan precisamente en la
irresponsabilidad del padre no custodio, pero ahora la mayoría de este
Tribunal decide que ese padre incumplidor no responde por dichos actos, sólo
porque no tenía la custodia del menor. En lugar de poner el dedo en la llaga,
la mayoría irónica e injustamente libera al padre incumplidor de la obligación
de resarcir los daños ocasionados por su progenie, aunque puede haber sido
precisamente dicho padre el más responsable por los actos impropios del menor.
III
Lo
señalado en el acápite anterior, nos trae directamente al segundo desacierto
del decreto mayoritario. Como bien intiman varios eminentes civilistas de
España, entre ellos Lacruz Berdejo,[4] es claramente injusto
imponerle sólo al padre custodio la responsabilidad por los daños causados por
el menor porque ello significa que el progenitor que presta más directamente
sus cuidados y atención al menor, el que se sacrifica más,
resulta ser el más responsabilizado. El padre custodio de ordinario es el más
esforzado en satisfacer las necesidades y reclamos del menor. Es el que
cotidianamente se desvela por procurar su bienestar. Resulta crasamente
incongruente e injusto que sea precisamente el que tiene la mayor carga en la
crianza del menor el que tenga que cargar también con la obligación de resarcir
los daños que éste pueda ocasionar. Se le impone que dé más a quien más ha
dado.
Este
resultado no solamente es injusto, sino que, además, es ominoso. Sociológicamente
puede constituirse en un disuasivo al esmerado cumplimiento de los deberes de
cuidado y vigilancia del padre custodio. La injusticia de la referida carga,
como toda injusticia, puede resultar desmoralizante y endurecedora. Puede
provocar en el agobiado padre custodio sentimientos de frustración y enojo que
debiliten su compromiso con el bienestar del menor.
IV
Existe una tercera razón por la cual
estimo muy desacertado el decreto mayoritario en el caso de autos. Tiene que
ver con otro de los males sociales graves de nuestra sociedad. Me refiero al
discrimen contra la mujer.
Desde
hace varios años ya, este Tribunal tiene proclamada una fuerte política
constitucional de lograr la igualdad entre el hombre y la mujer, y de proteger
a ésta, por tantos siglos marginada, contra la aplicación discriminatoria de
las normas jurídicas. Carrero Quiles v. Santiago Feliciano, 133 D.P.R.
727, 735 (1993); Toppel v. Toppel, 114 D.P.R. 775, 791 (1983). Este
Tribunal debe ser puntillosamente consecuente con su propia doctrina. No puede,
como una Penélope jurídica, destejer en la oscuridad de la noche lo que tejió
por el día.
Es
un dato incuestionable de nuestra realidad social que la custodia de los hijos
menores de edad en casos de divorcio recae primordialmente sobre la madre.
Así lo ha señalado nuestra propia Comisión Para Investigar el Discrimen Por
Género en los Tribunales de Puerto Rico en su reputado informe de agosto de
1995, págs. 211-222. Así lo había señalado antes una distinguida investigadora
social nuestra. Véase, Marcia Rivera Quintero, La Adjudicación de Custodia y
Patria Potestad en los Tribunales de Familia de Puerto Rico, 39 Rev. Del
Colegio de Abogados de Puerto Rico, págs. 177-200 (1978). Así lo confirman las
estadísticas del Censo del Año 2000, Perfil de Características Demográficas
Generales, U.S. Census Bureau. Véase, además, Nudelman v. Ferrer Bolívar,
107 D.P.R. 495 (1978).
Por
razón de lo anterior, el decreto mayoritario en el caso de autos significa en
la práctica, que la carga por los daños causados por los hijos menores de
edad ha de recaer esencialmente sobre las madres de éstos. Resulta así de
facto un discrimen contra la mujer. La injusticia contra el padre custodio,
a la que aludimos en el acápite III de esta opinión, ahora se transforma en una
injusticia contra la mujer. Esta es la que de ordinario tiene menos recursos
económicos; la que con frecuencia ha sacrificado su propio desarrollo personal
o profesional por atender a los hijos; la que tiene que encarar con frecuencia
el incumplimiento con las pensiones alimentarias que debe el padre. Ahora
resulta que es también quien debe ocuparse sola del resarcimiento
de los daños que causen los hijos que ambos procrearon.
El
resultante discrimen por razón de género al que surge del decreto mayoritario
atenta contra la maternidad misma. Se le añade así una cruz más sobre la
espalda de las madres abnegadas que con tanto sacrificio laboran por criar a
sus hijos solitariamente. Ha de constituir otro motivo más por lo cual
crecientemente muchas de nuestra mujeres jóvenes se sienten ambivalentes en
torno a la maternidad, que cada vez más se percibe, como bien lo señaló nuestra
propia Comisión, como que ofrece lo mejor y lo peor de dos mundos.
Tal
como hemos señalado antes, en Carrero Quiles v. Santiago Feliciano, supra,
y en Toppel v. Toppel, supra, no hay razón ni en derecho ni en
justicia para hacernos parte de esta nueva carga contra las mujeres madres.
V
En
el caso de autos, la mayoría del Tribunal está interpretando una disposición
del Código Civil que es claramente obsoleta. La propia mayoría así lo reconoce
en su opinión al indicar que la actual redacción del Art. 1803 obedece al hecho
de que antes la patria potestad correspondía en primer término al padre. Hoy
día la patria potestad corresponde a ambos padres conjuntamente. Art. 152 del
Código civil, 31 L.P.R.A. sec. 591. Por ende, la propia mayoría admite que la
disposición en cuestión del Art. 1803 del Código Civil debe ser
modificada judicialmente. La mayoría del Tribunal, pues, realiza en
este caso una reconstrucción judicial de la norma en cuestión y así crea una
nueva norma.
No
tengo reparos a que este Tribunal en un caso como el de autos lleve a cabo la
creación de nuevas normas. Nos
compete esa autoridad en casos como el de autos, según lo dispuesto en el Art.
7 del Código Civil de Puerto Rico, 31 L.P.R.A. sec. 7. Mis reparos se
refieren a la norma inadecuada que la mayoría de este Foro escoge. Con
la misma autoridad que la mayoría crea la nueva norma en cuestión pudo haber
adoptado otra norma socialmente más atinada y jurídicamente más justificable.
En efecto, el esquema original del
Art. 1803, como el que existe ahora en España de donde proviene nuestro Código
Civil, se apoya en la patria potestad para fijar la
responsabilidad de los padres por los daños ocasionados por sus hijos. Es
decir, los padres son responsables porque tienen la patria potestad. El deber
de los padres de instruir a los hijos, de imponerles la debida disciplina y de
corregirlos es una de las obligaciones correlativas de la patria potestad.
Así lo dispone expresamente el Código Civil, y así lo hemos resuelto antes. Torres,
Ex Parte, 118 D.P.R. 469, 474-477 (1987). Más aun, este Tribunal
reiteradamente ha relacionado la responsabilidad paternal con la
autoridad paternal. Si el hijo menor está al alcance de la autoridad
del padre, éste es responsable por sus actos. Álvarez v. Irizarry, 80
D.P.R. 63 (1957); Sociedad Gananciales, Etc. v. Cruz, 78 D.P.R. 349
(1955); Cruz v. Rivera, 73
D.P.R. 682 (1952); Rodríguez v. Santos, 40 D.P.R. 48 (1929). Ya antes,
incluso, habíamos intimado que si un padre abandonaba a un hijo
menor, su responsabilidad por los actos de éste no cesaba. Rodríguez
v. Santos, supra. Como corolario inescapable de lo anterior, cuando
la patria potestad es compartida, le corresponde a ambos progenitores la
responsabilidad por los daños causados por sus hijos. Así debe ser,
aunque haya mediado un divorcio, que si bien rompe el vínculo entre los padres,
no afecta la patria potestad que sigue compartida por el padre y la madre. Ambos,
padre y madre, continúan teniendo la autoridad fundamental sobre sus hijos
menores, aunque se hayan divorciado. Ambos, pues, comparten igualmente la
responsabilidad por los actos de ellos, salvo que puedan demostrar que actuaron
diligentemente al ejercer dicha autoridad.
A
la luz de lo anterior, pues, es evidente que el dictamen de la mayoría del
Tribunal en el caso de autos es claramente cuestionable aun desde el punto de
vista técnico-jurídico. Ciertamente no es compatible con la propia
jurisprudencia de este Foro, citada antes, ni con el esquema fundamental del
Código Civil sobre el particular.
VI
Es
por todo lo anterior que disiento del dictamen de la mayoría del
Tribunal en el caso de autos.
JAIME B. FUSTER BERLINGERI
JUEZ
ASOCIADO
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[1] Cita del Dr.
Recasens Siches describiendo el pensamiento de Roscoe Pound, en Filosofía
del Derecho, México, 1961, pág. 636.
[2] J. Castán
Tobeñas, La Formulación Judicial del Derecho, Madrid, 1954, págs. 25-26.
[3] L’equita
e la sua funzione nel Diritto, en la Revista Internazionale de Filosofía
del Diritto, 1927, pág.428
[4] J. L. Lacruz
Berdejo y otros, Derecho De Obligaciones, Vol. II, 3ra. Ed., Bosch,
Barcelona, 1995, pág. 524; véase también R. De Angel Yagüez, Comentario del
Código Civil, tomo 9, Bosch, Barcelona 2000, pág. 15.