Jurisprudencia
del Tribunal Supremo de P. R. del año 2003
San Juan, Puerto
Rico, a 8 de abril de 2003.
Con el propósito de ubicar
en su propia perspectiva la controversia del caso de autos, para comenzar
conviene resaltar sus hechos medulares.
Al acusado se le imputa
haber agredido con los puños a otra persona con quien sostenía una relación
homosexual. La conducta del acusado alegadamente fue también en violación
de una orden de protección que un tribunal de instancia había emitido
poco antes debido a que el acusado ya había agredido a su compañero en tres
ocasiones previas.
Contra el acusado se
presentó una denuncia al amparo de la llamada Ley de Violencia Doméstica (la
Ley) por el delito de maltrato agravado. Ese delito se configura,
inter alia, cuando la conducta criminal de marras se comete luego
de mediar una orden de protección, como alegadamente sucedió en el caso
de autos. Por ello, el acusado estaba expuesto a una pena de reclusión de dos
a cinco años, 8 L.P.R.A. sec. 632, en lugar de la pena ordinaria de
nueve a dieciocho meses de reclusión que apareja el delito de maltrato conforme
a la Ley referida, 8 L.P.R.A. sec. 631. Más importante aun, por ello también el
acusado no cualificaba para el remedio de desvío y libertad a prueba
que dispone la Ley para algunos casos de maltrato doméstico. 8
L.P.R.A. sec. 636 (b).
Al momento en que el acusado
agredió a su compañero ya era de conocimiento público que las agresiones contra
parejas del mismo sexo se penalizarían al amparo de la Ley de Violencia
Doméstica. Más aun, la orden de protección contra el acusado se había
procurado precisamente al amparo de dicha Ley, sin que dicho acusado hubiese
cuestionado su aplicabilidad entonces. Sin embargo, varias semanas
después de ser denunciado por el delito de maltrato agravado al amparo de la
Ley referida, el acusado impugnó que dicha Ley fuese aplicable a los
homosexuales. Parece evidente que el planteamiento referido fue motivado por el
hecho de que el acusado estaba impedido de acogerse al beneficio de desvío y
libertad a prueba que provee la Ley, mencionado antes. Sea ello así o no, el
caso de autos le presenta a este Tribunal la controversia de si la referida Ley
de Violencia Doméstica aplica a las parejas homosexuales –a la de este caso y a
otras que puedan no presentar las circunstancias particulares de la
pareja en cuestión. Veamos.
II
Desde el punto de vista
técnico-jurídico, la controversia ante nos se suscita por razón de la
incongruencia que existe entre datos centrales relativos a la Ley, que parecen
ser incuestionables. Por un lado, la mal llamada Ley de Violencia Doméstica
tuvo como propósito primordial atender el grave problema social de la violencia
contra la mujer por parte de su compañero. El mencionado título común
de la legislación en cuestión no es enteramente preciso y genera confusión.
Ello es así porque en sus orígenes dicha legislación no se estableció con el
fin de prohibir sólo la violencia entre cónyuges, o para la protección de la
familia como tal. El móvil primigenio, más bien, fue combatir la violencia
contra la mujer en cualquier caso en que dicha violencia proviniese de algún
hombre con quien la perjudicada tenía una relación estrecha, como sería por
ejemplo el caso muy típico en Puerto Rico de la mujer agredida por su concubino.
La cuestión del nombre inadecuado
de la Ley que aquí nos concierne merece ser enfatizado porque es la fuente de
mucha de la perplejidad y turbación que genera la controversia del caso de
autos. Si la Ley referida tratase sobre el asunto indicado por su nombre,
ésta dispondría sobre la violencia en el seno del hogar; es decir sobre la
violencia entre los miembros de una familia, que es el significado común y
corriente del concepto “violencia doméstica”. Pero resulta que la Ley NO
trata de ningún modo medular sobre la violencia en el seno del hogar. Más bien,
la Ley trata sobre la violencia entre parejas; y no se limita a las
parejas casadas. No hay nada en la Ley que disponga que ésta sólo cubre
la violencia conyugal o que se extiende únicamente a matrimonios.
Por el contrario, la Ley hace referencia una y otra vez a la violencia entre toda
una variedad de parejas; abarca inequívocamente toda una serie de
relaciones más allá de las meramente maritales. No cabe duda
alguna de que la Ley no enfoca la violencia “doméstica” como tal.
En efecto, el entramado y el
contenido de la Ley en cuestión consisten medularmente de medidas y remedios
para procurar la integridad física y emocional y la seguridad de las mujeres
que están en riesgo de ser víctimas de conducta violenta por razón de sus
relaciones íntimas con hombres, cualquiera que fueran tales relaciones, sin
estar limitadas de modo alguno sólo a las matrimoniales.
Al aprobar la Ley en
cuestión, el legislador estimó que en los casos en que un hombre abusaba de una
mujer con quien tenía una relación íntima, fuese conyugal o de otra índole
consensual, no bastaba que se le castigara mediante las medidas penales
ordinarias relativas a la agresión. Tales hombres debían ser objeto de medidas
punitivas más severas y las mujeres, además, debían tener a su
disposición otros remedios, como las órdenes de protección, para atender la
situación de manera integral. También se procuró establecer un
mecanismo de desvío a fin de salvaguardar la relación íntima en aquellas
situaciones en que ello era lo más deseable.
Establecidos, pues, los
claros motivos primordiales del legislador al establecer la legislación
referida, relativos a proteger de modo integral a la mujer que fuese
víctima de violencia de parte de su compañero, debe señalarse ahora su
otra gran incongruencia. Resulta que aunque la Ley fue ocasionada por el
problema de la violencia contra la mujer referido antes, dicha legislación
contiene disposiciones fundamentales que están redactadas en términos tan
amplios y neutrales que son aplicables a cualquier persona que sea
víctima de una conducta violenta por razón de la relación íntima suya con otra
persona, sin que importen los géneros de uno u otro. El motivo
originario de la Ley fue la violencia contra la mujer provocada por sus
relaciones íntimas con hombres, pero el texto final de la Ley trata claramente
con cualquier tipo de violencia provocada por las relaciones consensuales
íntimas entre personas.
En otras palabras, la Ley
referida no sólo carece de un nombre adecuado, sino que, además, adolece de una
innegable incongruencia entre lo que claramente motivó al legislador a
establecer dicha Ley originalmente y lo que claramente dispone su letra.
Al atender nuestra
indelegable responsabilidad de resolver la incongruencia referida en casos como
el de autos, estamos obligados a guiarnos por unos fundamentales y conocidos
principios jurídicos que informan nuestro quehacer.
En primer lugar, le debemos
respeto y deferencia al claro tenor literal de la legislación en cuestión, como
expresión de la voluntad final del legislador. Nótese que dicha legislación, en
lo pertinente aquí, es clara en su texto. El significado común y
corriente de lo expresamente dispuesto en ella no crea ambigüedad alguna.
Sencillamente, se prohíbe el maltrato entre sujetos que sostienen una relación
consensual íntima. Cualquier persona común y corriente entiende lo que dicha
prohibición significa. Por ende, conforme a lo que ordena el propio Código
Penal, Art. 6, sobre la interpretación de palabras y frases, 33 L.P.R.A. sec.
3021, y conforme a lo que hemos resuelto antes sobre el particular, Pueblo
v. Sierra Rodríguez, 137 D.P.R. 903 (1995), debemos atenernos a lo que
surge claramente de la letra de la ley, y con ello “concluye la
interpretación”. Id, pág. 907.
Debe destacarse que ya antes
habíamos encarado una situación similar a la del caso de autos, en que el claro
texto de una disposición penal no correspondía cabalmente a los propósitos
originales de la ley que la creó. En esa ocasión resolvimos que nos obligaba el
sentido literal claro de la disposición en cuestión. Aplica al caso de autos lo
que resolvimos en Pueblo v. Martínez Yanzanis, 142 D.P.R. 871, 878
(1997):
“Si bien es cierto... que la particular cláusula penal en
cuestión no corresponde cabalmente a los meritorios propósitos originales de la
Ley..., más cierto aun es que el texto de esa cláusula es claro y sencillo, y
no permite interpretación alguna que no sea la de su sentido literal. De
ninguna manera nos encontramos ante una disposición que requiera interpretación
para superar una vaguedad, una laguna o una redacción obscura o ambigua. No se
trata de una disposición concreta que no dé aviso adecuado de lo que prohíbe.”
Es menester señalar, además,
que en la situación que aquí nos concierne no aplica el principio de
legalidad. Dicho principio va dirigido a evitar que se extienda a
alguna persona una disposición penal por hechos realizados por ella que no
están expresamente prohibidos por tal disposición. Lo que repudia ese
fundamental principio es que se pretenda penalizar una conducta por analogía o,
como señalamos en Pueblo v. Matías Báez, 100 D.P.R. 859, 865 (1972), que
se intente “por implicación abarcar dentro de una disposición penal otros
casos que no están comprendidos en ella”. Pero nada de lo anterior
sucede aquí. En el caso de autos, la conducta en cuestión está expresamente
prohibida por la legislación que aquí nos concierne. Los actos imputados a Ruiz
Martínez constituyen claramente el empleo de fuerza física contra la persona
con quien sostenía una relación consensual, tal y como lo prohíbe
expresamente el Art. 31 de dicha legislación, 8 L.P.R.A. sec. 631. En términos
comunes y corrientes, lo que ocurre entre los que integran una pareja
homosexual constituye una relación consensual íntima. No hay aquí, pues, una
situación que permita invocar el principio de legalidad. Lo que hay aquí es
otro tipo de complicación, según se ha indicado ya; lo que encaramos es una
incongruencia entre los propósitos originales de la legislación referida y su
claro sentido literal. En tal caso, venimos obligados por lo dispuesto
textualmente, según lo hemos resuelto antes.
III
Otra
consideración sencilla pero fundamental también está en orden aquí. Tiene que
ver con la víctima en casos como el de autos. La mayoría en su
opinión parece ocuparse sólo del maltratante en la relación homosexual,
olvidando que en casos de maltrato entre homosexuales también hay una persona
maltratada, una víctima que proteger.
Según se
señaló antes, la médula de la legislación que aquí nos concierne radica en tipificar
como un delito más serio que el de la mera agresión, el maltrato que se
comete contra una persona por otra con quien la víctima ha tenido una relación
consensual. El legislador estimó que dicho tipo de maltrato constituía un acto
más anti-jurídico que la mera agresión, porque además del daño físico a la
víctima, existía también el daño moral resultante del abuso de la
relación íntima. En este tipo de maltrato no sólo se injuria a la
víctima en sí, sino que se explota también la relación especial existente entre
la persona maltratada y el maltratante, quien se aprovechó de ella para atacar
a la otra persona que tenía puesta su confianza en tal relación.
Es por ello que el maltrato referido apareja de ordinario una pena mínima de
nueve meses de reclusión mientras que la agresión simple sólo acarrea en su
pena mínima una multa de $500. Por ello, también el maltrato referido agravado
de ordinario conlleva una pena de reclusión de tres años mientras que la agresión
agravada de ordinario apareja una pena de reclusión de sólo seis meses. No cabe
duda de que el maltrato referido como delito es un crimen más serio que la
agresión, por lo que se castiga con una pena más severa.
La
doble anti-juridicidad referida, que justifica la mayor severidad punitiva de
la Ley en cuestión, existe indudablemente en casos de maltrato relativo a
parejas homosexuales como existe en el relativo a los varios tipos de parejas
heterosexuales. Es un dato innegable de la realidad que el homosexual que
maltrata a la persona con quien tiene una relación consensual íntima no sólo
incurre en un acto de violencia contra ésta, sino que se ceba también de
la relación especial entre ellos. Se justifica, pues, que a las parejas
homosexuales se les extienda también el esquema punitivo particular de la
legislación referida, independientemente de los juicios sociales que puedan
prevalecer sobre la moralidad de los actos sexuales en sí de tales parejas. La
situación de los homosexuales no es distinta en tal sentido de las de parejas
heterosexuales que sostienen relaciones carnales como concubinos, como
compañeros adulterinos o a meramente como novios fornicadores, a quienes la Ley
también ampara sin que a nadie sorprenda y sin que nadie lo cuestione. Existe,
pues, un claro fundamento para sostener que a las parejas homosexuales les
aplica la legislación aludida, que concuerda con el claro tenor literal de la
Ley. En el caso de maltrato entre parejas homosexuales está involucrada una
anti-juridicidad similar a la que existe con respecto al maltrato entre otras
parejas heterosexuales que han sostenido relaciones consensuales. Dicho de
manera más sencilla, la víctima del maltrato referido que es homosexual sufre
daños jurídicos mayores que la víctima de una mera agresión, como sucede
también con la víctima de maltrato que es heterosexual. Negarle a aquella la
protección que el ordenamiento penal dispone en términos claramente aplicables
a ambas víctimas no sólo contraviene lo que preceptúa la Ley textualmente, sino
que es contrario también a la justificación jurídica de ésta.
Resulta,
pues, que la lógica interna de la Ley,
como su claro sentido literal, apuntan ambos a su aplicabilidad a las parejas
homosexuales. No le compete a este Tribunal hacer una interpretación que sea
contraria al claro sentido y a la clara letra de la Ley. Lo que nos compete
aquí es acatar lo dispuesto por el legislador.
IV
Con
arreglo a lo expuesto antes, yo adjudicaría el caso de autos al amparo de lo
que claramente dispone la llamada Ley de Violencia Doméstica. Como la mayoría
del Tribunal resuelve de otro modo, yo disiento.
JAIME B. FUSTER BERLINGERI
JUEZ ASOCIADO
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